Javier Romero Vadillo.
Durante la época clásica del régimen del PRI, la amplia
tolerancia sistémica con la utilización patrimonial de los cargos públicos y
con el enriquecimiento para nada inexplicable de los funcionarios y los
políticos –mezclados sin solución de continuidad entre la esfera burocrática y
la electoral–, fue piedra angular del pacto político. Si en todos los sistemas
los incentivos primordiales para participar en política son el acceso a rentas,
el prestigio y el poder, en el caso del arbitrarismo mexicano del siglo XX la
captura de rentas era lo suficientemente atractiva para predominar sobre los
otros alicientes entre buena parte del personal involucrado en la cosa pública.
Pero la facilidad para hacer negocios a
partir de la política implicaba un pacto de lealtad: como todos tenían cola
pisable, en caso de indisciplina, deslealtad o traición bastaba con aplicar la
ley para castigar al díscolo.
El mecanismo funcionaba
porque las instancias encargadas de procurar justicia, lo mismo que la
judicatura, estaban subordinadas al poder. Los procuradores no eran otra cosa
que ejecutores de la voluntad de los gobernadores o del presidente de la
República, mientras que los jueces eran clientes de los tribunales superiores o
de la Suprema Corte, cuyos integrantes también le debían el puesto y estaban
subordinados al ejecutivo.
Releo el párrafo
anterior y noto que en casi todo seguiría siendo preciso si cambiara el
pretérito por el presente. El pacto de 1996, que creó las nuevas reglas para el reparto electoral
del poder entre lo que quedaba del antiguo monopolio, sus desgajamientos y
quienes habían gravitado como satélites alrededor del PRI –el PAN desde 1946,
más los incluidos durante la breve apertura provocada por la reforma política
de 1977–, no modificó el carácter arbitrario de la aplicación de la ley. En el
nuevo arreglo, pretendidamente pluralista, aunque realmente oligopólico, la justicia ha seguido estando al servicio
de los intereses políticos: solo son atendidos con diligencia los asuntos de
interés para el poder, ya sea que beneficien personalmente al gobernador o al
presidente, ya bien que la presión social obligue a tomar cartas en el asunto.
Frente a la mayor parte
de los delitos, aquellos que afectan la propiedad o la vida de las personas
comunes y corrientes, las procuradurías, cosméticamente llamadas ahora
fiscalías, se muestran absolutamente incapaces de investigar y sustentar sus
casos; cuando se trata de corrupción, suelen ser indolentes, cuando no
cómplices de los delincuentes. Pero si de fastidiar
a un oponente se trata, entonces son eficaces y rápidos en su actuación. Los
ejemplos abundan. Solo durante este sexenio hemos visto la rapidez con la que
se armó el caso contra Elba Esther Gordillo, la morosidad para actuar contra
Javier Duarte o el franco encubrimiento en casos vinculados a negocios del
actual grupo gobernante, como los que involucran a la empresa OHL o, de manera
conspicua, el de Odebrecht, cuya investigación, según el ex procurador Raúl
Cervantes, ya estaba concluida cuando él renunció hace cinco meses.
El principal motor de la acción legal contra el delito –que
no justicia– en México es el hundimiento
de los adversarios, cuando no la venganza. La versión popularizada del dicho de
Juárez “a los amigos gracia y justicia, a los enemigos la ley” está fuertemente
institucionalizada. Es muy probable que los afectados por la actuación facciosa
de los ministerios públicos y los jueces tengan cola que les pisen, pero la
manera en la que se usa la fuerza del Estado en su contra acaba incluso
haciendo menores sus faltas.
Hace trece años, en los albores de la primera campaña
presidencial de López Obrador, el gobierno de Fox, supuestamente el del cambio,
echó a andar toda la maquinaria judicial para justificar el desafuero del
entonces jefe de gobierno de la ciudad de México para sacarlo de la contienda.
AMLO había presuntamente violado la ley y desacatado la orden de un juez, pero
su encausamiento tenía un carácter tan evidentemente político que su
culpabilidad o inocencia pasaron a un plano secundario, pues el sesgo de la
acción pretendidamente justiciera era ostensible y la desproporción de la
fuerza en la aplicación de la ley, absurda.
Ahora la historia se
repite. No es difícil suponer que a Ricardo Anaya le guste usar su poder
político para hacer negocios personales: el muchacho se nota ambicioso. Pero la
eficacia con la que parece estar actuando la PGR en su caso sorprende cuando el
órgano acéfalo no ha movido a un solo agente para investigar la estafa maestra,
ni ha caído uno solo de los presuntos implicados en el caso Odebrecht, que ya
ha cobrado notables testas por todo América Latina.
El uso faccioso de la
justicia es incompatible con una democracia constitucional. Sin embargo, en
México incluso quienes han sido en otros tiempos víctimas parecen cómodos con
el método. López Obrador parece festinar que a su adversario se le aplique la
guadaña que estuvo a punto de decapitarlo hace casi tres lustros. Los panistas
afectados por el asalto al poder de Anaya ahora no rompen una lanza por su
candidato. Meade, reacio a presionar a su partido para que apueste por una
reforma seria de la procuración de justicia, de la cual salga una fiscalía que
sirva, se siente claramente beneficiado por el despedazamiento de quien lo ha
desplazado al tercer lugar en las preferencias de los electores.
Mientras la justicia
sea facciosa y venal, el mejor método para proteger los intereses propios
seguirá siendo la compra de protecciones particulares o, lo que es lo mismo, la
corrupción. Entre las mismas que desprenden los restos putrefactos del viejo
arreglo no podrá florecer ninguna certidumbre de largo plazo y solo los
carroñeros de siempre podrán medrar. Cuando delitos ciertos o imaginarios se
persiguen con obvios objetivos políticos, la acción de la justicia pierde toda
legitimidad.
Es en casos como estos cuando se hacen claras las razones por
las cuales los actores políticos son tan reticentes a la transformación
institucional profunda de la procuración de justicia, a pesar de su evidente
ineficiencia social.
No estamos en realidad
frente a la competencia entre partidos democráticos, sino ante la lucha entre
carteles criminales por el control de rentas.
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