Ricardo
Ravelo.
Veinte años después de que se creó el
Sistema Nacional de Seguridad Pública –con todo y las plataformas de datos
sobre el historial de los criminales—los gobiernos que sucedieron al de Ernesto
Zedillo después del año 2000 no han podido consolidar un proyecto policiaco
acorde a las urgencias del país. Todos, sin excepción, terminaron maniatados
por la mafia.
Vicente Fox acabó devorado por la
corrupción, dando pie a la consolidación del cártel de Sinaloa; Felipe Calderón
siguió el mismo guion y entronizó a Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, como el
capo del panismo. Jamás quisieron detenerlo.
En el actual gobierno el caos y las
matanzas se han insertado en la vida cotidiana mientras los catorce cárteles
del narcotráfico se afianzan y extienden sus tentáculos hacia otros continentes
a donde exportan inestabilidad y violencia. No hay combate al crimen sino
corrupción, muertes e impunidad.
El gobierno de Enrique Peña Nieto
naufraga en un abismo y la sociedad padece todos los días los desaciertos de un
presidente ignorante y corrupto.
No es cierto que con López Obrador
México se convertirá en otra Venezuela. Los estragos de esa Venezuela caótica
ya se viven en México con Peña Nieto, donde imperan dos dictaduras que parecen
indestructibles: la del PRI en el poder y la del crimen organizado que, con su
violencia y saña, provocan inestabilidad, miedo y terror, algo nada menor que el hambre que
padece Venezuela con el dictador Nicolás Maduro.
Desde el año
2000, en México ha resultado imposible consolidar un proyecto policial acorde a
las necesidades. Los gobernantes han usado a las policías para sus fines
aviesos. Con bajos sueldos y poca profesionalización los han lanzado a las
garras de la corrupción del crimen organizado porque así les conviene. El gobierno no necesita una policía sana,
necesita una policía corrupta para mantener firme el negocio de las drogas y
otros más con los que ya operan los cárteles.
Esa es la razón por la que ningún
gobierno ha cumplido el proyecto de armar una estructura de seguridad que frene
las matanzas y el caos que impera por doquier.
Por donde se
les mire, las policías de todos los
niveles están “cartelizadas”, al servicio del crimen organizado, y este
problema sigue sin resolverse porque, cada nuevo sexenio, se ensaya con un
nuevo modelo de policía, acorde a las necesidades del país, pero también basado
en los intereses criminales que cada gobernante adquiere cuando asciende al
poder.
A partir del
año 2000, cuando el PRI perdió la
presidencia de la República, se dio paso a la alternancia política y con ello
el narcotráfico dejó de entenderse con un poder central –el presidente de la
República –para dar paso a una diseminación del poder criminal, cuyos jefes
procedieron a pactar con gobernadores, jefes policiacos, alcaldes y hasta con
los comandantes adscritos a los municipios. De igual forma comenzaron a
financiar campañas políticas, desde alcaldes hasta senadores, diputados y
gobernadores, con lo que el narcotráfico se hizo de los servicios de toda la
red policiaca del país, ya que dicha estructura les era muy necesaria para
mantener sus negocios y garantizar su protección.
Este fenómeno descobijó a la sociedad
toda, se quedó sin protección en las calles y se rompió con el principal dique
de la seguridad –la prevención –pues casi todas las estructuras policiacas se
coludieron, por voluntad o por coerción, con el crimen organizado.
Esto explica, en parte, por qué el
país está incendiado por la violencia y explica también el papel que
actualmente juegan las policías de todos los niveles.
En realidad, las policías están
convertidas en cárteles: secuestran, asesinan, detienen y entregan a los
presuntos delincuentes a los grupos criminales y no a las autoridades.
El caso de
Veracruz ilustra enfáticamente este problema. Ahora está saliendo a flote
información sobre el verdadero papel que jugó la policía durante el gobierno de
Javier Duarte. En ese periodo de
gobierno la policía era el brazo armado del poder, era usada para matar,
secuestrar, torturar y desaparecer. No
se descarta que también hayan participado en la epidemia de muertes contra
periodistas, la cual se agudizó durante el gobierno de Duarte de Ochoa.
Cabe
precisar que el desgobierno que padece Veracruz no es sólo consecuencia del
pasado: en la administración de Miguel
Ángel Yunes Linares también ha privado la corrupción y la policía ha actuado
con excesos, pero no se actúa porque la estructura policiaca veracruzana jugará
un papel clave en la elección del 1 de julio: será el brazo operativo del
poder.
Este
fenómeno de descomposición también explica la desaparición de los tres
ciudadanos italianos en Jalisco, entidad que sirve de asiento al Cártel de
Jalisco Nueva Generación (CJNG), la
organización criminal que creció a pasos agigantados durante el gobierno de ARISTÓTELES
SANDOVAL, un personaje no ajeno al narcotráfico porque desde antes de emprender
su campaña rumbo a la gubernatura se mantuvo muy cerca del empresario Tony
Duarte, un hombre a quien la PGR y la DEA identifican como operador de Ismael
Zambada García, El Mayo y cuyo hermano fue asesinado en Puerto Vallarta en
posesión de drogas.
El hecho de
que la policía de Jalisco haya entregado a los ciudadanos italianos Raffaele y
Antonio Russo (padre e hijo, respectivamente) y a Vicenzo Cimmino a grupos
criminales por 43 dólares, no sorprende: desde
que asumió la gubernatura Aristóteles Sandoval la policía de Jalisco ha actuado
de esa forma y no es ningún secreto que toda la estructura policiaca trabaja
para Nemesio Oceguera, el jefe del CJNG.
Basta recordar que al inicio del
gobierno de Sandoval fue ejecutado el secretario de Turismo del estado, Jesús
Gallegos, cuando salía de una reunión de la Casa Jalisco.
Según el
expediente del caso, policías y sicarios al servicio de El Mencho se dieron a
la tarea de seguir al funcionario por todas partes. En una ocasión estuvieron a
punto de asesinarlo en su propia oficina, pero el intento se frustró. No
obstante, siguieron con el plan para ejecutarlo y fue clave la colaboración de
la policía de Guadalajara para ubicar al funcionario y así poder asesinarlo.
En el mismo
expediente algunos miembros del CJNG que
fueron detenidos por ese crimen declararon que El Mencho ordenó su asesinato
porque sabía que Gallegos estaba lavando dinero del cártel de Los Caballeros
Templarios y que existía un plan para desplazar al CJNG de su zona de asiento.
Lo que en el expediente también queda
claro, por voz de los propios declarantes, es que toda la estructura del CJNG
opera con el respaldo de las policías y de la procuraduría del estado.
Dentro del cártel operan personas que
se dedican a zafar a sus secuaces cuando son detenidos, también hay quienes se
dedican a la ejecución de rivales y otros cuya tarea es abrir más mercado a
través de las llamadas narco-tienditas para que la venta de droga se expanda
por todas partes. Toda la red de protección está a cargo de las policías
estatales y municipales y se les paga por sus servicios.
El mismo modus operandi se observa en
el Estado de México, por cierto, ya bajo el control del CJNG, según reportes
del Cisen. Y en Veracruz, Tabasco, Morelos, Nuevo León, Baja California,
Sinaloa, Sonora, Hidalgo y Guerrero, entre otras entidades.
En Guerrero comenzó a notarse, en
2004, este rol jugado por las policías. En ese año el cártel de Los Zetas
estaba afincado en esa entidad, rivalizaba con el cártel de Sinaloa,
representado entonces por Arturo Beltrán Leyva, El Barbas, quien vivía como un
jerarca en Acapulco igual que después lo hizo en Morelos, donde tenía el apoyo
de militares y de los entonces gobernadores Sergio Estrada Cajigal y Marco
Adame. En ese tiempo también se protegieron las operaciones de Juan José
Esparragoza, El Azul, quien tenía como escolta personal a José Agustín Montiel,
por aquel tiempo Coordinador de la Policía Ministerial de Morelos.
Montiel estuvo al frente de la policía en Guerrero
cuando el gobernador era José Francisco Ruiz Massieu, una época en la que el
narcotráfico operó con toda la protección gubernamental, igual que ahora
ocurre en todo el territorio, con la diferencia
de que en ese tiempo las policías todavía mantenían los controles y asignaban
al crimen organizado los territorios donde podían operar.
De acuerdo con informes del Senado de
la República, el 80 por ciento de las policías del país están al servicio del
crimen organizado; un porcentaje similar de alcaldes también tienen vínculos
directos o indirectos con grupos criminales, lo que explica la exacerbada
violencia que azota al territorio y que, hasta la fecha, ninguna autoridad
civil ni militar ha podido frenar.
Cuando faltan nueve meses para que
termine el fatídico sexenio de Enrique Peña Nieto, ningún gobernador ha
cumplido con el proyecto de reformar a sus corporaciones policiacas.
En poco más de cinco años, los
presupuestos designados para la seguridad se han tirado a la basura, ya que
nadie ha entregado un programa real de depuración y profesionalización de los
cuadros responsables de la seguridad. Y tampoco se les exige.
En todo el país los jefes policiacos
están capturados por el crimen organizado y no pueden cumplir con las tareas de
seguridad.
En resumen, no hay policías y las corporaciones que
existen se han transformado en verdaderos cárteles al servicio de la protección
de las redes criminales. Este es el poder del narco, poder impune, poder que
gobierna en un país donde el principal ejemplo de corrupción es el propio
presidente de la República.
Ni para
donde hacerse.
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