Darío
Ramírez.
No son tres,
somos todos.
A Salomón
Aceves, Daniel Días y Marcos Ávalos los diluyeron en ácido sulfúrico. Ahí
debería terminar este texto.
Eran
estudiantes de cine y estaban haciendo una tarea en una finca en Tonalá. Tenían
entre 20 y 25 años y fueron víctimas de tortura. Aunque las autoridades –desde
Felipe Calderón- afirmen que no hay tortura en México.
El brutal multihomicidio de los jóvenes
cineastas parece que se decanta para ser una tragedia más. Increíble escribir
esto y saber que no pasará nada. La indolencia institucionalizada la absorberá
velozmente.
La tragedia no cambió la narrativa
electoral. Desde sus pódiums y micrófonos, los candidatos en listan estrategias
vacías que de poco sirven para frenar el hecho de que los mexicanos nos estamos
matando los unos a los otros sin ninguna consecuencia real.
Mientras
Salomón, Daniel y Marcos, hacían ejercicios con la cámara para convertirse en
cineastas, la realidad nacional les quitó la vida a través de agentes de
impunidad. Mientras ellos estudiaban,
los candidatos presidenciales parecen lanzar grandilocuentes ideas que están
claramente alejadas del terreno donde asesinan a los jóvenes y mujeres y nada
pasa.
Hablan desde otro México para otro
México, así los que nos quieren gobernar los próximos 6 años. Los problemas
reales como desapariciones, homicidio de periodistas, feminicidios, crecimiento
de la pobreza, etcétera, no ser abordados desde la perspectiva de las miles o
millones de víctimas. Desde diagnósticos fríos y lejanos, hablan como si
supieran de qué hablan.
Anaya es su momento apoyaba la
política belicista de Calderón y Peña, hoy parece intentar tomar distancia,
pero no sabe cómo. Meade y Zavala siguen sosteniendo que el fuego se apaga con
el fuego. Obrador esboza algo nuevo cierto, pero lo esboza mal. Sin claridad ni
profundidad.
La dimensión
del problema es mayúscula. Estoy cierto
que ninguno de los candidatos quiere entender la profundidad del problema a
pesar de que el próximo sexenio –seguramente- seguirán habiendo cuerpos humanos
disueltos en ácido. La violencia no terminará con la salida (urgente) de Peña.
La manifestación solidaria de los
candidatos con los familiares y amigos de Salomón, Daniel y Marcos no es
suficiente. Si fuéramos una democracia real y funcional, un multihomicidio como
el de los jóvenes tapatíos hubiera cambiado la narrativa de la elección. Pero
claramente no tenemos esas características. Ante tragedias que desgarran hay
frases hechas y huecas.
O todavía peor, por ejemplo, el presidente
Peña decidió mostrar sus condolencias con la población de Toronto por los
hechos violentos que sucedieron. Mientras que olímpicamente ignoraba, desde
Europa, la información sobre los jóvenes en Jalisco.
¿En qué momento se desasoció de
manera tan profunda la realidad de la política? En qué momento el mes de marzo
de 2018 se convirtió en el más sangriento de los últimos 20 años, donde se
registraron 2 mil 729 personas asesinadas, con lo que la administración del presidente
Enrique Peña Nieto se convierte en la más violenta de la historia de México:
104 mil 583 homicidios. Las cifras por homicidios dolosos en México ya superan
a las de Felipe Calderón Hinojosa, quien acumuló 102 mil 859 asesinatos durante
sus seis años de Gobierno.
Puede ser
una posición muy personal. Pero los
candidatos en el debate no me dieron ningún tipo de certeza para dónde
llevarían a la nación de llegar al poder. Más allá de golpes (unos mejores que
otros) la incertidumbre de que alguno de esos cinco gobernará al país el
próximo sexenio y no sabemos cómo propondría cambiar nuestra realidad.
Salomón, Daniel y Marcos se unen a
historias aterradoras que se apilan en nuestra conciencia colectiva. Suman al miedo
con el que ya vivimos (no el que llegaría si llegara a la presidencia AMLO,
como sugieren los spots del PRI). Abonan a la indignación y enojo. Pero lo
cierto es que de ahí no pasamos. Nos tragamos ese coraje después de unos
gritos, tuitazos, artículos de opinión, o bien gritos en la calle sosteniendo
una pancarta con alguna frase pegadora.
No sabemos
qué hacer. O no hemos sabido cómo salir de aquí.
La encuesta ENCIG 2017, elaborada por
el INEGI, muestra que el actor con menor confianza en nuestra sociedad son los
partidos políticos con 17.8%, diputados y senadores con 20.6% y gobierno
federal con 25.5%.
No creemos en nuestros políticos ni
en sus instituciones. Si esto es cierto, la pregunta es: ¿cómo les arrebatamos
a los políticos el monopolio del cambio? ¿cómo hacemos para que no sea en sus
plataformas donde discutamos el futuro de nuestra destruida nación?
Valdría la pena voltear a ver la
historia de Sicilia, Italia. Donde se logró vencer la violencia, corrupción e
impunidad que reinaba por el poder de la cossa nostra. Asumo que pongo aquí una
versión reduccionista de un proceso italiano complejo.
Sicilia logró cambiar su realidad cuando tres sectores
se pusieron de acuerdo en poner punto final a su lacerante realidad. Aquellos
sectores fueron: la ciudadanía que tomó las calles incansablemente demandando
justicia, la iglesia que se convirtió en una vocería necesaria y los medios de
comunicación que acompañaron la lucha de la sociedad y hacían su papel
fundamental de revisión de las acciones de gobierno. Esa presión generó cambios
inminentes de los políticos de Roma. Pero bajo los términos de la población que
estaba en las calles del sur de Italia.
Aquí todavía la sociedad está cómoda en sus
privilegios y no asumen la necesidad de salir de lo virtual o de su comodidad
para mostrar el músculo que asuste a los gobernantes. El puñado de medios
independientes es –aunque muy importante- tangencial en términos de alcance. Y
la iglesia comulga con los poderosos.
Tranquilos,
talentosos, solidarios: así recuerdan familiares y amigos a Salomón, Daniel y
Marcos. El ataque atroz contra los jóvenes debería ser el punto de inflexión
por lo que el crimen representa. Dejemos que los políticos hablen y digan
slogans, la lucha comienza en otra parte.
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