Javier Risco.
Lo escribí hace mucho y lo repetiré
hasta el cansancio: tiene hasta el 30 de noviembre de este año.
En tres años no ha sido capaz de
conocer la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa. Nunca se ha
parado ahí. No ha sentido la menor curiosidad por recorrer sus pasillos,
admirar sus muros, sentarse en un aula, hablar con dos o tres maestros, ver el
uniforme del equipo de futbol y conocer de frente un lugar indispensable no
sólo en la historia de Guerrero, sino de nuestro país.
Aunque se ha considerado como una de
las tragedias más grandes de su sexenio, no le interesa respirar su aire, mucho
menos conocer a los más dolidos debajo de sus techos. En febrero de 2016 fue a
Iguala, es lo más cerca que ha estado, y sus palabras fueron lamentables: pidió
que no quedaran marcadas por la tragedia.
Y tres años después, con 120 detenidos que no despejan dudas ni hacen sentir justicia, jamás
entenderé por qué el presidente Enrique Peña Nieto no ha tenido la menor
curiosidad de saber a qué huele Ayotzinapa.
Hoy se cumplen 43 meses de la
desaparición de los 43. Y es la primera vez que dejo el número sin contexto,
porque estoy seguro de que ha marcado a todas las generaciones, lo ha hecho de
manera transversal: los estudiantes siguen buscando una respuesta, los padres
–cualquier padre- sigue tratando de digerir el horror, cualquier adulto mueve
la cabeza negando lo sucedido y los ancianos, que creían haber visto todo,
siguen sorprendidos del México violento.
Es un número que perseguirá a tantos
toda su vida: al presidente Enrique Peña Nieto, al exsecretario de gobernación
Miguel Ángel Osorio Chong, a cada uno de los procuradores generales de la
República, sobre todo a Murillo Karam, a Tomás Zerón, exdirector de la Agencia
de Investigación Criminal de la PGR, a cada uno de los gobernadores de
Guerrero, sobre todo a Ángel Aguirre, a policías federales, a miembros del
Ejército, a policías municipales, a todos los que han sido omisos o que se han
quedado callados, a tantos que han perpetuado 43 meses de impunidad.
43 meses que dejaron rotas a las
familias. Como la de doña Minerva Bello Guerrero, madre de Everardo Rodríguez,
uno de los estudiantes que nos faltan, quien falleció en febrero víctima del
cáncer y del dolor de no haber vuelto a ver nunca a su hijo, en un país que no
le dio respuestas y en medio de la injusticia, la desesperanza y la búsqueda
interminable.
O la familia de don Ezequiel Mora,
padre de Alexander Mora, otro de los estudiantes, que hace unos días perdió a
otro de sus hijos, Irene Mora, quien falleció en un accidente automovilístico.
Seis hermanos que no volverán a estar juntos nunca.
¿Cuántos kilómetros pueden caminarse?
¿Cuántas veces puede gritarse la palabra ‘justicia’? ¿Cuántos más
desaparecieron después de esos 43?
Esta tragedia nos perseguirá también
a nosotros, porque no podemos estar en paz con Ayotzinapa pendiente. Porque la
desesperanza a veces llega con comentarios como: “si ya todos saben que están
muertos, ya, los quemaron”, sólo hay que ver la mirada de los padres, hermanos,
familiares y amigos para saber que la búsqueda no la detendrán y que después de
aquella noche de septiembre no han dormido igual. Eso nos debe de bastar para
seguir exigiendo, para saber que la lección de este sexenio es que la tragedia
nos puede alcanzar cualquier día, cualquier hora y en cualquier lugar.
Ayotzinapa será la herida abierta que
deje esta administración, el recuerdo sangrante de la impunidad.
Bernardo,
Felipe, Benjamín, Israel, José Ángel, Marcial, Jorge Antonio, Miguel Ángel,
Abel, Emiliano, Dorian, Jorge Luis, Alexander, Saúl, Luis Ángel, Jorge,
Magdaleno, José Luis, Jesús Jovany, Mauricio, José Ángel, Jorge, Giovanni,
Jhosivani, Carlos, Israel, Adán, Abelardo, Christian, Martin, Cutberto,
Everardo, Marco Antonio, César Manuel, Cristian Tomás, Luis Ángel, Leonel,
Miguel Ángel, Jonás, José Eduardo, Julio César, Carlos Iván, Antonio. Porque no vamos a dejar de nombrarlos, hasta
encontrarlos.
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