Jorge Javier Romero Vadillo.
El primer
debate entre los candidatos me ha dejado melancólico. Al final, mientras los
amigos reunidos en mi casa para verlo comentaban las incidencias del
espectáculo, me invadió una sensación vaga de tristeza y desinterés. Qué
distinto mi ánimo al de otras campañas cuando, de una u otra manera me sentí
involucrado, comprometido, compelido a apoyar alguna candidatura o a denostar a
otra. El domingo, en cambio, sentí un profundo desapego frente a lo que decían
los cinco contendientes, incredulidad respecto a sus dichos, cierta repulsión
frente a sus actuaciones, desazón por la vacuidad de sus propuestas.
Los dos
temas eje del debate, la seguridad y la corrupción, están en la médula de la
descomposición que ha vivido el país durante los últimos años. Me enfocaré en
el primero: la crisis de seguridad es el tema de mayor urgencia que tendrá que
afrontar cualquiera que sea el gobierno a partir del 1 de diciembre. La
violencia homicida se ha extendido y descompone la convivencia a lo largo del
país, con especial concentración en algunas ciudades y regiones que viven en
condiciones de auténtica guerra civil, aunque el carácter del conflicto sea de
naturaleza distinta y no sea el control del Estado central lo que esta en
juego. Pero lo que mostraron los candidatos es una comprensión precaria de lo
que ocurre y fórmulas gastadas, nada innovadoras, sobre cómo enfrentarlo.
El candidato
que parecía haber hecho mejor la tarea, porque se aprendió el guion preparado,
solo atinó a un retruécano retórico como pretendido eje de cambio de
estrategia: en lugar de descabezar a los carteles, dijo, de lo que se trata es
de desmantelarlos. ¿Qué quiso decir con eso? Al menos habló de la reiterada
necesidad de reconstruir las policías civiles, pero fue incapaz de criticar la
estrategia de militarización; por el contrario, deslizó su intención de
mantenerla sine die, pues no hizo ningún apunte sobre la necesidad de, ahora
sí, plantear un horizonte viable de retiro de las fuerzas armadas de las tareas
de seguridad pública (sí: están haciendo tareas de seguridad pública, en
violación de la Constitución, por más que se revuelque la gata en el manto de
la “seguridad interior”), en la medida en la que una nueva estrategia basada en
la prevención y en el despliegue de policías profesionales vaya dando
resultados.
Por
supuesto, en el análisis del candidato de “Por México al Frente” estuvo
completamente ausente un balance del papel que la propia militarización ha
jugado en la exacerbación del conflicto y en el aumento de la violencia
homicida. Ya se sabe: a las fuerzas armadas no hay que tocarla ni con el pétalo
de una rosa; con ellas, condescendencia. Lo mismo pasó con el resto de los
contendientes: ninguno incluyó en su análisis un cuestionamiento serio al
núcleo de la fallida política de seguridad de los últimos dos sexenios, basada
en la militarización. Casi todo se lo atribuyen a la irrupción inexplicable de
las fuerzas del mal y la única vez que en la discusión apareció en todo el
debate la política de drogas fue a pregunta de una de las moderadoras a José
Antonio Meade y este desdeñó el papel que ha jugado la prohibición en la
fortaleza y la capacidad de actuación de las organizaciones criminales, como
guinda al conjunto de simplezas y lugares comunes que desgranó en sus
intervenciones. Para ninguno de los cinco la prohibición de las drogas parece
tener relevancia alguna a la hora de explicar la crisis actual.
Margarita
Zavala, desde luego, defendió la estrategia de su marido, sin un ápice de
autocrítica y clamó por la presencia del Estado; sí, de este Estado representado
por policías corruptas y mal capacitadas y por fuerzas militares desentendidas
del respeto a los derechos humanos y no aptas para construir las estrategias de
prevención necesarias para construir una paz duradera. Por cierto, ninguno de
los candidatos mencionó siquiera a los derechos humanos como parte
imprescindible de toda política de seguridad ciudadana. Para cuatro de los
cinco, la seguridad implica únicamente despliegue estatal de contención, aunque
Anaya incluyera matices.
Ninguno de
los cinco mostró una seria comprensión de lo que significa una política de
prevención del delito y la violencia. Anaya cree que prevenir es hacer parques.
Solo López Obrador apuntó a la desigualdad y la pobreza como fuente de
inseguridad, lo que provocó el clamor airado de Zavala, que lo acusó de
criminalizar a la pobreza. Pero, aunque incapaz de explicar su dicho, AMLO no
carece de razón cuando apunta a la falta de oportunidades y a la marginación
como elementos importantes para entender la capacidad de reclutamiento de las
organizaciones delictivas. El error del candidato puntero radica en creer que
es solo la pobreza la causa de la crisis, pues no extrajo de su alforja de
ocurrencias ni la más mínima mención a la reforma estructural de los cuerpos de
seguridad del Estado.
Si bien
López Obrador puso, en lo que le pude entender, el acento en la necesidad de
una política de paz y no mencionó a las fuerzas armadas como parte de la
solución, tampoco criticó la militarización y, como los demás, obvió el papel
de la prohibición de las drogas en el desastre que vivimos. No explicó tampoco
en qué consiste su polémica propuesta de amnistía, blanco de los dardos de sus
adversarios.
Tan fácil
que sería enfocar la necesidad de amnistiar a los campesinos presos por
cultivar mariguana o amapola, orillados a hacerlo precisamente por las
condiciones de marginación en la que viven, sin opciones productivas
diferentes, sin caminos para sacar al mercado sus cosechas legales, sin acceso
a créditos ni a tecnología. Tampoco ha sido el candidato capaz de decir que la
amnistía debe beneficiar también a los miles de jóvenes presos por el solo
hecho de ser consumidores de psicoactivos, a las mujeres encarceladas por
trasportar, muchas veces sin saberlo u obligadas, las drogas para los carteles,
a cientos de jóvenes enganchados por las bandas y que incluso podrían jugar un
papel de amortiguadores en una estrategia de prevención bien planeada. Tan
sencillo que sería decir que la amnistía no incluiría a quienes fueran reos de
homicidio o secuestro. Pero eso López Obrador no lo sabe explicar. Pareciera
como que alguien le habló de amnistía, a él le gustó la idea y la soltó sin
comprender sus alcances y la necesidad de establecer sus límites.
Y es que ese
es López Obrador: un candidato que repite frases hechas, lugares comunes y
morcillas a veces hilarantes, pero incapaz de hilar argumentos. Algún
apologista entusiasmado ha dicho algo como que AMLO piensa mejor de lo que se
expresa, pero como yo no he desarrollado la capacidad de leer la mente, lo que
oigo de él me hace verlo como un personaje de pensamiento inconexo y
desordenado y no deja de sorprenderme el entusiasmo que despierta entre
personas que considero, a diferencia de él, sensatas.
Un apunte
sobre el impertinente de la fiesta: el señor Jaime Rodríguez, colado como
gorrón en el encuentro, salió con un domingo siete repulsivo y medioeval, sin
que ninguno de los otros le afeara su dicho. Un auténtico cretino, que usó la
ilegalidad y fue apoyado en ello desde el poder y que, como un Duterte de
pacotilla, pretende amputar a los delincuentes. Lo escalofriante es la manera
en la que su proclama ha encontrado eco en sectores brutalizados de nuestra
desesperada comunidad.
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