Dolia
Estévez.
Para
cualquier jefe de Gobierno, es un reto lidiar con el errático Presidente de
Estados Unidos. A Peña Nieto, Trump primero lo amenazó con usar su poderío
militar. Luego lo llamó “mi amigo Enrique” y sugirió reformar la Constitución
para que pudiera ser reelecto Presidente. Por ahora, Andrés Manuel López
Obrador sólo ha recibido elogios. El trato entre ambos arranca con un insólito
intercambio de cartas en las que se ensalzan mutuamente.
La respuesta
de Trump a la misiva que López Obrador le hizo llegar el 13 de julio, divulgada
por ambos esta semana, fue bien recibida por el equipo del Presidente electo y
por la comentocracia en general. El tono es cortés y respetuoso. Nada habitual
en Trump. Sin embargo, con la excepción de la amenaza en torno al TLCAN, no
dice nada concreto. Es pura paja. La palabra clave en el texto es “but” (pero).
Trump dice que está de acuerdo en los beneficios mutuos de un TLCAN renovado,
“pero” sólo si termina la negociación pronto, de lo contrario, advierte, buscará
otros caminos que, aunque no los específica, uno de ellos es salirse del
tratado. Trump coincide con AMLO en cuanto a que el problema migratorio
trasciende la seguridad fronteriza, “pero” pide mayor cooperación para seguir
tratando inhumanamente a los indocumentados. La cooperación que quiere es que
México ceda a ser filtro de los inmigrantes centroamericanos que buscan asilo
en Estados Unidos y firme un acuerdo de “tercer país seguro”.
La supuesta buena disposición de
Trump no es el tema, sino que AMLO baje la guardia. Nadie espera que recurra a
la incendiaria retórica de campaña, cuando lo denunció por hablar de los
mexicanos como Hitler habló de los judíos antes del exterminio (Oye Trump,
Planeta, 2017). Pero tampoco que los árboles le impidan ver el bosque. Adoptar
la estrategia de apaciguamiento de Peña sería un error garrafal. El respeto no
implica conformismo, ni la cordialidad guiños de una complicidad implícita con
un individuo que 90 por ciento de los mexicanos detesta con sobrada razón.
Trump no es de confiar. Es impredecible e hipócrita.
En su misiva
a Trump, López Obrador aborda temas prioritarios como comercio e inmigración.
Plantea fuertes inversiones públicas en proyectos de desarrollo económico para
México y los países centroamericanos que tenga el efecto de reducir la
migración. Exhorta a concluir la negociación del TLCAN para “no prolongar la
incertidumbre” que podría frenar la inversión. Sin embargo, deja fuera los
temas más contenciosos como seguridad, tráfico de armas, muro y racismo contra
los mexicanos. Contiene ideas loables, pero también no realistas en el universo
de Trump.
Agradecerle
a Trump “la buena disposición y el trato respetuoso” mostrados a partir de su
victoria fue innecesario. El trato entre jefes de Estado, más aún entre países
democráticos, se basa en el respeto mutuo. Es un derecho universalmente
aceptado. No se agradece. Se asume. Hacerlo abarata la narrativa. Desde la
elección, Trump no ha insultado a México. ¿Por qué, entonces, no agradecerle la
suspicaz ausencia de tuitazos?
El párrafo
final es desafortunado. López Obrador dice a Trump: “Me anima el hecho de que
ambos sabemos cumplir lo que decimos y hemos enfrentado la adversidad con
éxito…”. Algunos analistas se han rasgado las vestiduras tratando de refutar la
comparación simplista entre AMLO y Trump en la prensa estadounidense. Ahora
resulta que el propio López Obrador equipara su victoria con la de Trump. López
Obrador ganó con más del 53 por ciento del voto y sin ayuda externa. Trump se
impuso ayudado por los rusos y sin la mayoría del voto popular. Son triunfos
cualitativamente diferentes. Compararlos desvaloriza la legitimidad de la
victoria de AMLO.
López
Obrador también dice que lo “anima” que Trump sabe “cumplir” lo que promete.
¿Lo anima el trato inhumano a los inmigrantes indocumentados? ¿La imposición de
aranceles a las exportaciones mexicanas? ¿El revés a los dreamers? ¿El
rompimiento de las alianzas de la posguerra? ¿El rechazo a los convenios
multilaterales? Son las promesas que está cumpliendo. La afirmación de que
Trump, como él, desplazó al establishment o “régimen predominante” es otro
desacierto. No extraña que no sepa qué es el establishment. Estados Unidos no
es su fuerte.
¿Dónde
estaba Ebrard? El establishment estadounidense está representado por dos
grupos: los hombres y mujeres que controlan el Gobierno, y los poderes fácticos
que manipulan el sistema político conforme a sus intereses. Los poderes
fácticos, también conocidos como el establishment empresarial, son más
importante que el establishment político. Los gobiernos van y vienen, pero los
intereses especiales de los dueños del dinero se quedan. Hay estudios que
muestran que las élites económicas tienen mayor incidencia sobre las políticas
públicas y decisiones gubernamentales que el ciudadano promedio.
Trump no
ganó, como dice López Obrador, porque puso en el centro a los ciudadanos. Es
cierto, contendió con una agenda populista anti establishment; con promesas de
sacudir el estatus quo y de “drenar el pantano” en Washington de intereses
especiales. Pura palabrería. Oportunismo electorero. Trump no va a cambiar el
sistema que lo hizo multimillonario. Gobierna para los ricos a expensas de los
pobres a los que manipula para afianzar su control político. Trump personifica
lo más perverso del establishment. Llegó a la Casa Blanca con un sólo
propósito: elevar su fortuna personal. No, Trump no desplazó al establisment.
Trump es el establishment.
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