Javier Risco.
No me voy a cansar de
repetirlo: para el gobierno de Enrique Peña Nieto, la desaparición de los 43
estudiantes de la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa debería de estar enterrada
en el olvido. No lo digo yo, lo dijo el propio presidente cuando fue a Iguala
la primera vez, cuando se acercó lo más que pudo al lugar de la tragedia, a
125.7 kilómetros, no pudo avanzar más.
Los 43 estudiantes y la
lucha de Ayotzinapa no sólo no quedaron enterrados, se volvieron la herida viva
que desangró al actual gobierno.
Peña visitó Iguala 17
meses después de la desaparición de los jóvenes estudiantes, tampoco se atrevió
a ir antes. Cómo justificar la ausencia del Estado en un lugar que parece
olvidado. Lo que dijo a finales de febrero de 2016 marcaría el sello de su
gobierno con el caso de violencia y desaparición más icónico: “Este es un
municipio emblemático de nuestra historia nacional, no puede quedar marcado por
estos trágicos acontecimientos”. Ahí está el sentir del Ejecutivo en estado
puro, como si los lugares escogieran sus tragedias, como si sus pobladores
decidieran cargar con el miedo, como si el dolor de 43 desaparecidos y sus 43
familias, acabara con un decreto presidencial, así lo vio siempre el que no
entendió que no entendió.
Después la bola de
nieve de las malas decisiones, de las justificaciones insensibles, de las malas
investigaciones, del desprecio a los padres, el enojo creció y creció, hasta
arrastrar todo con el epílogo de su gobierno con los spots del Sexto Informe:
“Con el dolor que causa y con lo que significa la pena para los padres de
familia, yo estoy en la convicción de que lamentablemente pasó lo que
justamente la investigación arrojó”. Con esto la herida sigue abierta, sumado
también al maltrato por parte del gobierno federal al Grupo Interdisciplinario
de Expertos Independientes que se convirtió en algún momento en el propio
verdugo de una investigación imposible de sustentar.
¿Cómo hacer que el
reclamo que no cesaremos no se convierta en un grito sordo al que el tiempo nos
acostumbre?
No se trata de no ser
resilientes, no significa aferrarnos a un capítulo trágico. Pedir verdad y
justicia no tiene como propósito el golpeteo político o la descalificación a
este incompetente gobierno, se trata de encontrar mecanismos de no repetición.
En unos días más conmemoraremos 50 años de la matanza de estudiantes en
Tlatelolco y apenas estamos viendo el reconocimiento público del Estado sobre
su participación en uno de los capítulos de violación a derechos humanos más
vergonzoso de nuestra historia. ¿Estamos esperando que Ayotzinapa cumpla cinco
décadas para que un presidente no pida olvido sino perdón?
Hace unos meses, en este mismo espacio, dábamos cuenta de la
graduación de esa generación a la que le robamos a 43 maestros. Porque no se
los quitan sólo a Guerrero o a sus familias, cada desaparecido en este país es
una persona que se nos quita a todos. Es alguien que todos perdemos. Es un
dolor colectivo. Hoy son cuatro años, ¿cuántos más?
Ayotzinapa es más
grande que un torpe gobierno, es el icono de lo que no debemos repetir, debe
ser de donde tenemos que agarrarnos para buscar una Fiscalía que Sirva, para
buscar justicia y verdad, la reparación de esta herida –que sé que algún día se
dará– cerrará el ciclo más negro de la historia moderna de nuestro país.
Ojalá vayamos por ese
camino, ojalá quede como el peor recuerdo de una época infame, y ahí, mientras
descanse “sin molestar” en el Estado de México, el actual presidente sea testigo
de cómo se entierra un infierno del cual él fue partícipe y jamás comprendió.
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