Raymundo Riva Palacio.
Lenin Ocampo, conductor de XEUAG Radio Universidad y reportero
gráfico del periódico El Sur, recibió la noche del 26 de septiembre de 2014 la
primera alerta de lo que estaba pasando en Iguala, a 107 kilómetros de
Chilpancingo. “Nos están atacando a balazos”, alertó un estudiante a la cabina
de transmisiones. “La primera llamada la recibí a las 22:10 y hubo una más a
las 22:40. Seguían solicitando la presencia policiaca, pues estaban solos y no
había ninguna garantía para ellos”. Rogelio Agustín Esteban, quien en enero del
año pasado reconstruyó en el semanario Interacción lo que sucedió aquella
noche, agregó: “Ya se escuchaba la desesperación de los chavos”.
A partir de la primera alerta, escribió Esteban, un grupo de
reporteros decidió trasladarse hacia Iguala. Cerca de la medianoche, arrancó un
pequeño convoy encabezado por la camioneta Cherokee de Sergio Ocampo Arista,
corresponsal de La Jornada. Con él iban Natividad Ambrosio, del programa “Hora
Cero” de ABC Radio; Jacobo Morant y Ocampo, reportero de El Sur; José Luis
López Santana, de Televisa-Acapulco, que manejaba una Explorer; Carlos
Navarrete, que trabajaba en ese entonces en El Sol de Acapulco; Bernardo
Torres, de Uno TV; Ángel Misael Galeana, de Cadena 3, y Esteban mismo. Atrás de
los dos vehículos iba un autobús con maestros de la Coordinadora Estatal de
Trabajadores de la Educación, la CETEG.
Poco antes de partir, escribió Esteban, llegó un mensaje de
voz al grupo de WhatsApp de Ambrosio, decía: “¡Nos atacaron a balazos, hay
muertos de parte de los estudiantes, corrimos para escondernos donde pudimos pero
ya no estamos seguros. Por favor no vengan!”. Según Esteban, “se le escuchaba
presa del miedo, casi en shock”. El mensaje pegó en el ánimo de los reporteros,
“pero nadie tuvo el valor para quedarse en Chilpancingo”. Llovía fuerte y
constante, cuando en la cañada de El Zopilote dijo con ese humor que sale a
veces en situaciones donde hay miedo e incertidumbre: “Sonrían, nos está
saludando el diablo”.
Los reporteros llegaron a la zona del conflicto. En Huitzuco
observaron un automóvil compacto con los vidrios polarizados estacionado, que
parecía estar de guardia para monitorear quién iba hacia Iguala. Se movió para
acercarse al primer vehículo y observar quiénes iban dentro. Entonces se fue en
dirección de Iguala. Varias camionetas blancas los rebasaron a toda velocidad
en ese trayecto y ya no volvieron a verlas después. Vieron el autobús en el que
viajaba el equipo de futbol de Los Avispones de Chilpancingo, el primero en ser
atacado esa noche, volcado sobre la carretera federal.
Más adelante los detuvo la Policía Preventiva y les señalaron
que estaban en “un operativo de prevención del delito”. No lo sabían entonces,
pero a esa hora los sicarios de Guerreros Unidos ya tenían en su poder a 43
normalistas y los estaban trasladando a lugares desconocidos. Uno de los
policías le dijo a Ocampo que sólo había habido “un incidente”. Los policías no
querían dejar pasar el autobús de los maestros y normalistas. “Esos no pasan”,
dijo un policía, según recordó Esteban, “se los va a cargar la chingada”. La
presencia de los reporteros, que comenzaron a tomar fotografías, logró que los
dejaran pasar.
Iguala estaba a oscuras, pero vieron las luces de una torreta
en una patrulla militar. El pequeño convoy siempre fue seguido por taxis “que
simulaban trasladar pasaje –apuntó Esteban–; sin embargo, estos nunca tomaban
un rumbo que no fuera el de los reporteros. Los supuestos usuarios hacían
llamadas por teléfono celular y nunca perdían de vista lo que se hacía”. No se
sabía en ese entonces que todo el transporte público estaba al servicio de
Guerreros Unidos, y que muchos taxistas servían como halcones de la banda
criminal.
Los periodistas registraron que la única búsqueda de
estudiantes que se organizó fue desde las instalaciones del Ministerio Público,
donde ya había llegado el entonces fiscal Iñaki Blanco, y comenzaron a
rescatarse a normalistas en patrullas de la Policía Ministerial del estado.
Hacia las cinco de la mañana del sábado 27, los periodistas decidieron regresar
a Chilpancingo, pero los jefes de la Policía Federal en Iguala les pidieron que
esperaran. “La razón –recordó Esteban– es que mientras Iguala sufría el
infierno de los ataques contra deportistas y estudiantes, grupos de sicarios
despojaban a varios automovilistas de sus unidades a la altura de Mezcala, las
atravesaban sobre la carretera federal y les prendían fuego”.
El trabajo de los periodistas guerrerenses aquella noche de
Iguala ha sido fundamental para mostrar los huecos que la investigación oficial
no ha cubierto. Gracias a sus despachos se supo desde el primer momento del
papel de control de población ejecutado por los soldados del 27 Batallón de
Infantería, con sede en Iguala, esa noche, y cómo los militares, junto con los
policías federales, permanecieron como testigos sin intervenir para detener los
crímenes en flagrancia que se estaban cometiendo. Sus descripciones han llevado
a la duda permanente de si la no intervención fue, en efecto, una intervención
mediante la complicidad. Los testimonios que registraron esa noche en Iguala
han permitido también adentrarse en la tragedia que se vivió.
La reconstrucción de Esteban, a partir de entrevistas con
varios de sus compañeros de viaje aquella noche, también aportó más información
sobre la red de protección institucional y la forma en cómo las fuerzas de
seguridad trabajaron esa noche no para prevenir el delito, como les dijo un
policía preventivo, sino para no estorbar, en los hechos, en la consumación de
un crimen.
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