Salvador
Camarena.
La frase
podría aparecer en el frontis del feo edificio de Insurgentes Norte: “gobernador,
te pide tu amigo el Presidente que pidas licencia”. El lenguaje del poder
inventado por los priistas, donde la cortesía era un ardid más de la
incuestionable verticalidad, hoy da oxígeno extra al presidente Andrés Manuel
López Obrador.
Esa
cultura (es un decir) priista de la simulación y la componenda es evidenciada,
una vez más, en el juicio a Javier Duarte, símbolo del peñismo, pues el propio
Enrique Peña Nieto presumía al veracruzano como digno representante del nuevo
PRI.
En los
procesos judiciales contra Duarte surgen más verdades de la descomposición de
un régimen.
Este fin de
semana se dieron a conocer nuevos detalles de cómo desde el poder fraguaron
una tapadera de alcance internacional para una oveja negra más de la muy
manchada familia tricolor.
Nadie se
sorprendió con lo que ha declarado Duarte en estas últimas horas. Pero las
nuevas revelaciones, en su minucia, hacen más complicada la resurrección de los
derrotados en 2018.
Peña
pactó la huida de Duarte, negociada por el ministro del interior, y con alcance
de amnistía para esposa y socios del exmandatario, además de apoyos para que la
salida del político del país fuera sin mayor sobresalto.
El para qué
de tal negociación es tan pedestre que da pena la miopía de la clase política
priista en pleno octubre de 2016: “Vete Javier –palabras más, palabras menos
y siempre según el testimonio del preso– para que no nos compliques la elección
en el Estado de México”.
Vete
gobernador y nosotros nos encargamos de volver a engañar a los mexicanos, no
sólo con no enjuiciarte, sino con que estás siendo buscado por la ley, y con
decir en cada ocasión que amerite que nos avergüenzas. Vete gobernador y huido
el perro se acabó la peste que provoca tu gobierno (es un decir).
Enrique
Peña Nieto y Miguel Osorio Chong deben ser llamados a comparecer –política y
judicialmente– por el caso de Javier Duarte. Y por el de Roberto Borge. Y por
el de César Duarte, involucrado en denuncias de desvíos de recursos públicos
para favorecer al Revolucionario Institucional. Es decir, igual que con Javier:
que se haga lo que sea para no perder elecciones.
Peña
Nieto y su gabinete deben explicaciones a la justicia y a la sociedad. Y
mientras eso no ocurra –y al gobierno federal de hoy no le interesa realmente
que ocurra– ese pasado insepulto será fertilizante para que la actual
administración avance sin freno en las políticas que levantan legítimos
cuestionamientos por su pertinencia o por la manera en que son emprendidas
(faltas de reglas de operación, violaciones a los procedimientos de consulta,
opacidad, ineficiencia, etcétera).
Javier
Duarte es el hilo delgado de un sexenio donde campeó la corrupción. Pero no es
el pez gordo de esa administración.
Lo anterior
es algo que la sociedad, y la poca clase política rescatable que queda, deben
tener claro: el juicio a Duarte no es un juicio al sistema, es un caso tan
pequeño que las autoridades anteriores lograron aislar al punto de que incluso
el veracruzano podría enfrentar en libertad.
Por tanto, Duarte
es sólo un minúsculo, si bien grotesco, pero celular ejemplo de cómo operó el
peñismo, y de cómo en ese sexenio los Meade y adláteres tecnócratas dejaron
(mal)hacer a sus jefes, a sus compañeros de partido y a no pocos gobernadores.
Por eso,
aunque sea morboso y de éxito mediático, es engañoso: el tema no es Duarte, es
su jefe: Enrique Peña Nieto y sus cómplices.
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