Ricardo
Ravelo.
El Cártel de
Sinaloa está catalogado por el Gobierno de Estados Unidos como la organización
más poderosa del mundo y es uno de sus enemigos, pues en gran medida han
trastocado la seguridad interna de ese país. Por ello ordenaron la captura y
extradición de Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, su líder, ahora preso y
condenado a una cadena perpetua.
La lucha
contra el Cártel de Sinaloa no terminó con la captura y sentencia de “El
Chapo”: ahora siguen siendo investigados y perseguidos otros de sus miembros
importantes, como Ismael “El Mayo” Zambada, quien se mantiene agazapado y al
cobijo del Gobierno de la Cuarta Transformación, pues no se le molesta y menos
se le persigue.
Y de Juan
José Esparragoza Moreno, “El Azul”, nada se sabe; en 2014 sus familiares
dijeron que había muerto, pero hasta ahora ninguna autoridad ha confirmado tal
deceso. Al parecer tampoco importa averiguarlo.
De igual
forma son perseguidos los hijos de Guzmán Loera –Iván Archivaldo, Ovidio y
Jesús Alfredo Guzmán–, así como el tío de ellos, Aureliano Guzmán Loera,
conocido en el mundo del hampa como “El Guano”.
Es por ello
que para Washington no debió ser muy agradable la actitud del Presidente Andrés
Manuel López Obrador de saludar a la madre de Joaquín Guzmán –Consuelo Loera–
en el municipio de La Tuna, Sinaloa, tierra natal de “El Chapo”, y quedarse a
comer con la familia criminal más repudiada dentro y fuera de México, con
excepción de quienes reciben beneficios de ellos.
Para el
Presidente mexicano es normal lo que hace, signo de su inconsciencia, lo que
exhibe su falta de tacto y sensibilidad política. La madre del narcotraficante
más poderoso le hizo llegar una carta en la que le pide su apoyo e intervención
ante el Gobierno de Estados Unidos para poder visitar a su hijo.
Pero, ¿por
qué el Presidente se quedó a comer con los narcotraficantes? ¿Por qué tanta
deferencia hacia los miembros del Cártel de Sinaloa? ¿Qué les debe Andrés
Manuel López Obrador?
Las críticas
por sus presuntas ligas con Sinaloa comenzaron a ser evidentes en octubre de
2019, luego del llamado operativo fallido implementado por elementos castrenses
para detener a Ovidio Guzmán Salazar, hijo de “El Chapo”, luego de que el
Gobierno de Estados Unidos lanzó por tráfico de drogas y lavado de activos.
En aquella
ocasión, como se sabe, el ejército del Cártel de Sinaloa acordonó varias calles
del centro de la ciudad de Culiacán e impidió el paso a cientos de
automovilistas mientras se escuchaba la balacera. Cuando el Ejército Mexicano
se vio rebasado en número de hombres y armamento el Secretario de Seguridad
Pública, Alfonso Durazo Montaño, y altos mandos de la Secretaría de la Defensa
Nacional tomaron la decisión de liberar a Ovidio Guzmán. Antes, le consultaron
al Presidente la decisión y éste, de gira por Oaxaca, aceptó sin reticencias.
El argumento
que justificó la acción oficial fue que, de esa forma, se impidió la muerte de
mucha gente inocente.
Pero después
de aquella acción se dijo que la orden de captura quedaba pendiente y que se
ejecutaría en su momento. El Gobierno tuvo la oportunidad de capturar al hijo
de “El Chapo” en enero último, durante la boda de la hermana de Ovidio –Lizete
Guzmán– celebrada en la ciudad de Guadalajara.
Ovidio,
según las crónicas del evento, acudió a la ceremonia y a la fiesta, pero
ninguna autoridad federal ni local hizo acto de presencia en la misa ni en la
fiesta. Como si se hubieran puesto de acuerdo, la iglesia católica, el Gobierno
de Sinaloa y el Presidente López Obrador adujeron que no se enteraron de la
boda. Nadie les creyó.
AMLO y
Sinaloa
¿Qué se trae
AMLO con el Cártel de Sinaloa? Con independencia de una posible complicidad,
evidente por donde se le mire, llama la atención el acercamiento del Presidente
con este cártel de la droga, sobre todo porque en otros momentos se ha negado a
recibir a activistas sociales que desean plantearle peticiones justas y en
beneficio del país.
Uno de ellos
es el poeta Javier Sicilia, quien junto con el señor Lebarón encabezaron una
marcha desde el estado de Morelos hacia el zócalo de la Ciudad de México.
Sicilia pidió al Presidente que lo recibiera; dijo que le plantearía que
rectificara su estrategia de seguridad por ser fallida, pero el Presidente López
Obrador se negó a recibirlo y dijo que lo recibirían en la Secretaría de
Gobernación. “Yo no tengo tiempo de recibirlos”, dijo, tajante, el mandatario.
Después del
saludo a la señora Consuelo Loera –que no tuvo nada de fortuito–al Presidente
le han llovido las críticas. Le recriminan, por ejemplo, que no ha tenido la
misma deferencia con las familias que exigen justicia para hallar a sus
familiares desaparecidos; López Obrador prefiere ayudar a la familia de un
narcotraficante y no a quienes sufren por las muertes que ha perpetrado el
Cártel de Sinaloa con su metralla imparable.
Gran parte
de las muertes que han convertido a México en un cementerio las ha originado
Sinaloa debido a la guerra que enfrenta con otros cárteles por la disputa
territorial y el mercado de las drogas. Eso lo sabe el Presidente, pero lo
evade.
Ahora, no
sabemos cuál es la estrategia que pudiera seguir López Obrador con su
acercamiento al Cártel de Sinaloa. El año pasado, Olga Sánchez Cordero,
Secretaria de Gobernación, reveló que el Gobierno de la Cuarta Transformación
estaba negociando la pacificación del país con los grupos criminales. Dijo
entonces que iban muy avanzados y que los cárteles ya no querían violencia.
De
inmediato, el Presidente desmintió a Sánchez Cordero: dijo que su Gobierno no
negocia con cárteles y agregó que el Estado mexicano tenía la responsabilidad
de garantizar la paz en todo el territorio.
Pero desde
que asumió el poder, López Obrador no ha diseñado una estrategia contra el
crimen organizado, a pesar de que ya cuenta con la Guardia Nacional, convertida
en una estructura policiaca y militar que parecen meros espectadores de la
violencia que campea por doquier, pues no han frenado la ola de muertes ni
detenido a ningún capo importante.
La política
de López Obrador se basa en el no uso de la violencia para enfrentar la violencia
y, a menudo, dice que él prefiere los abrazos y no los balazos. Esto explica
por qué convivió la semana pasada con los miembros del Cártel de Sinaloa.
Es posible
que López Obrador esté negociando la paz de cierta parte del territorio que
tiene bajo control el Cártel de Sinaloa, como una forma de desactivar la ola
criminal que azota a buena parte del norte de México. En resumen, el Presidente
está negociando con el narcotráfico que le permitan gobernar sin violencia.
Aunque no lo dice con palabras, sus actos hablan y son más elocuentes que su
discurso.
El miércoles
1, el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció una estrategia
militar en América Latina en alianza con 22 países para frenar a los cárteles
de la droga, principalmente los de México, considerados los más beligerantes.
Se trata de
una estrategia que consiste en aumentar el número de efectivos militares de
Estados Unidos para impedir que la droga llegue a Estados Unidos, pues de
acuerdo con datos de inteligencia de la DEA se considera que el crimen
organizado tratará de aprovechar la crisis desatada por la pandemia del
coronavirus para aumentar la cantidad de droga en el mayor mercado de consumo
del mundo.
La cruzada
–según la DEA– empezará cerca de Venezuela, donde el Presidente Nicolás Maduro
y una veintena de colaboradores ya son buscados en todo el mundo por sus
vínculos con el narcotráfico y el lavado de dinero.
Ahora, ¿qué
hará el Gobierno de la Cuarta Transformación ante la exigencia de Estados
Unidos de endurecer la lucha contra el crimen? ¿Qué cuentas rendirá López
Obrador cuando, lejos de diseñar una contraofensiva prefiere sentarse a comer
con los miembros del cártel de Sinaloa, el enemigo número uno de Estados
Unidos?
Es evidente
que las políticas contra el crimen entre México y Estados Unidos son
incompatibles y deben alinearse. Estados Unidos no parece estar del lado de la
negociación con los cárteles, todo lo contrario, su lucha es estrictamente
militar, coercitiva, implacable el uso de la fuerza.
Y aquí
tenemos los dos discursos de AMLO: por un lado ha dicho que su Gobierno tiene
la obligación de garantizar la paz en todo el territorio, que no negocia con el
crimen, pero por otro lado se sienta a departir con los miembros del Cártel de
Sinaloa. El doble discurso: las palabras por un lado, los hechos por el otro.
Sin embargo,
si el camino que se ha seguido es el de la negociación, los resultados no son
tangibles. La violencia de alto impacto prevalece, implacable; los cárteles de
la droga siguen enfrentados y los crímenes continúan a pesar de la pandemia.
Nada los detiene y ante este escenario caótico las palabras del Presidente
López Obrador son letra muerta.
El
hundimiento de la Cuarta Transformación parece evidente, más aún, cuando López
Obrador está renuente a financiar a las pequeñas y medianas empresas,
desinfladas ante la crisis económica. El Presidente no quiere apoyar a los
empresarios, lo que puede derivar en un desequilibrio social y posiblemente en
una anarquía sin precedentes en el país debido a la ola de despidos que se
avecinan.
La mente
mecanizada del Presidente, su mezquindad inquebrantable, sus odios y serios
problemas emocionales –evidentes en sus actitudes– lo van llevando al caos, al
conflicto y posiblemente a la tumba política. Aquí no se trata de echarle la
culpa a los conservadores, convertidos en responsables de todos los desastres
del país. El autor de su propia desgracia es el mismo López Obrador, pero el
Presidente no se da cuenta. Si se mirara al espejo y se reconociera
honestamente –sin argumentar que el espejo miente– descubriría otra realidad,
lo que le permitiría corregir el camino. Pero para ello se requiere humildad,
algo ausente en el mandatario.
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