Alejandro
Páez Varela.
En la mañana
tenía dolor de cabeza. Hace unos días, una breve tos seca. Hace dos semanas,
cuerpo cortado. Ayer me tomé la temperatura de la frente con la palma de la
mano e hice movimientos con los brazos para checar si tenía cuerpo cortado. Ni
temperatura ni cuerpo cortado. Pensé: me he cuidado bien. Me tomé una aspirina.
Pensé: quizás son padecimientos de asintomático (que, como sabemos ahora, sí
contagian a otros). No, no son síntomas de nada; es mi hipocondría que se
divierte.
Estaba en la
ventana de mi departamento, que da a otras ventanas y a la copa de los árboles,
y escuché una marimba:
“¡Ay!,
sandunga.
Sandunga,
mamá por Dios.
Sandunga, no
seas ingrata,
mamá de mi
corazón”.
Un hombre
gritó: “¡Algo para la marimba!”. Corrí por la cartera, saqué un billetito y lo
puse en una bolsa que desinfecté con alcohol. Un hombre con un güiro recogía la
buena voluntad de los de la calle. La señora de las quesadillas, que sigue
vendiendo, le extendió la mano con unas monedas. Dani y yo le lanzamos la bolsa
por la ventana. “¡Gracias!”, gritó el del güiro.
Pensé en la
sana distancia de los que siguen en la calle: el que barre, la familia de
quesadilleros, los de la marimba. ¿Cómo se van a quedar en casa? ¿De dónde sale
para comer, si no se arriesgan?
También pensé
que todos esos que están afuera siguen pagando –como todos los demás–, con sus
impuestos –incluso impuesto al consumo–, la deuda que dejó Ernesto Zedillo
Ponce de León hace 20 años. Que no son pobres por nada. Que siguen pagando el
Fobaproa porque el Gobierno mexicano decidió, entonces, rescatar a lo bancos,
el rancho de Vicente Fox y miles de empresarios poderosos más. No a ellos, los
que están en las calles en plena pandemia. No a sus padres o a sus abuelos. Por
eso andan allí, sin más protección.
Y pensé que
ellos no saben que entre todos seguimos pagando una deuda inconsciente y que
esos empresarios rescatados entonces seguramente reciben sus alimentos en cama
durante este encierro obligatorio, mientras todos los demás o sufrimos cada día
al ver cómo el mundo se desmorona ante nuestro espanto, o salimos a
enfrentarnos con tapabocas (en el mejor de los casos) a la calle, en plena
pandemia.
Las
encuestas nunca han sabido leer a López Obrador. Corrijo: las encuestas siempre
han tratado con la punta del pie al líder de izquierda. No corrijo, mejor
aclaro que son ambas cosas: las encuestas han maltratado y –por lo tanto– no
han medido con precisión a López Obrador durante años. Si yo me hubiera
equivocado tantas veces en mi vida de periodista como lo han hecho los que
encuestan (y cobran por ello), estaría desempleado. O me habría empleado, pero
poniéndome a los pies de los poderes más oscuros. Como las encuestadoras, pues.
Sólo así se entiende que con tantos yerros sigan por allí.
Escribo lo
anterior antes de detallar el momento que vive AMLO, de acuerdo al promedio de
las encuestadoras. Y lo escribo para que cada quien dé a esos datos el valor que
considere. Dibujaré una pólaroid, una foto de momento. Para empezar, todos los
ejercicios demoscópicos indican que el Presidente cae fuerte en la aceptación
mientras le crecen los inconformes. Pero si alcanzó 80 por ciento de
popularidad en febrero 2019 y ahora promedia un 37 por ciento de rechazo a
marzo 2020, hay inconformes y también hay desencantados. 17 por ciento de ese
37 por ciento sería de los desencantados. A marzo 2020, insisto. Sigue abril,
que será durísimo. El ponderado de encuestas que realiza Oráculus en México
dice que 58 por ciento aprueba a AMLO. Son 58 a favor, 37 en contra.
En marzo
2013, Enrique Peña Nieto ya le había dado vuela la tortilla: de la popularidad
con que ganó, al rechazo de las mayorías; 49 por ciento lo desaprobaba, 44 por
ciento lo aprobaba. En marzo 2008, Felipe Calderón tenía 65 por ciento de
aprobación contra el 28 por ciento en contra. En marzo 2002, Vicente Fox tenía
a 48 a favor y con 43 por ciento en contra. Y en marzo 1996, Ernesto Zedillo
traía 39 por ciento de aprobación contra 53 que lo rechazaban. Eso, según el
promedio histórico de encuestas de Oráculus. Pero ninguno de ellos llegó a este
momento en su mandato. Ninguno tenía (visto en la historia) un reto como el que
AMLO tiene enfrente, en los días, semanas y meses por venir. Zedillo, en marzo
1996, ya había cruzado por la debacle financiera: pidió miles de millones de
dólares, endeudó al país de manera irracional y estaba ya en la etapa de crecer
con su rescate. Nadie pensaba entonces en el futuro; sólo en salir del abismo.
Ese futuro que es ahora mismo, cuando cada peso que Zedillo regaló a grandes
empresas y bancos (sin sacarles un compromiso de que, al menos, dejarían el
capital en México) nos hace falta para salvar vidas.
El mensaje
de ayer de López Obrador no será visto con buenos ojos por muchos. Le generará
una ola de críticas orgánicas, naturales, y otras infladas. No es fácil lo que
dijo ayer. Dijo: el plan era salvar a los pobres y ese sigue siendo el plan. No
habrá rescate de grandes empresas; no se endeudará al país para salvar a los
banqueros o a los grandes empresarios que salen en las listas de Forbes. Dijo
que el Gobierno, aunque no tiene mucho de dónde cortar, esta vez será el que
asuma el madrazo y se ajustará el cinturón.
Le vendrá una
campaña durísima. Muchos gritarán que se equivocó terriblemente. No me
extrañará, digamos, porque ese es el discurso que han usado siempre contra él:
que es un peligro para México. Pero lo que hizo AMLO ayer fue darle la vuelta a
la ortodoxia. No me sorprende: desde 2006 dijo que primero los pobres. Desde
antes, desde Tabasco.
Ahora viene
que se le vayan encima; que las encuestas que lo han maltratado (y por lo tanto
no lo han medido con precisión durante años) lo maltraten más. Pero falta lo
que realmente falta: que su plan sirva. Porque si no sirve, ni los pobres ni la
clase media ni los grandes empresarios: todos pagaremos.
Estamos en
un momento crucial. AMLO se para en una cuerda de trapecista a un kilómetro de
altura y se echa una maroma para atrás. Habrá aplausos si cae parado en la
cuerda. Y si no cae parado, ya no importa: caerá sobre todos los que estamos
abajo, expectantes, con el Jesús en la boca por él y por nosotros (obvio está).
Pero, ¿y si el plan funciona? Digo, ¿y si funciona no darle a los grandotes y
repartir abajo para no dejar caer el consumo, al menos? Digo, aquello (el
Fobaproa) fue regalarle dinero, pero muchísimo dinero –que todavía estamos
pagando–, a un puñado. Ahora sería repartir abajo. Nunca en México se ha hecho:
el reparto siempre se hace arriba. ¿Y si funciona?
Volví a mi
dolor de cabeza: había desaparecido. Recordé que había comido cacahuates y
tengo alergia a la cascarita; de allí la tos seca. Mi hipocondría es mucha
payasada cuando hay gente que ahora mismo no tiene de otra que salir a
trabajar, expuesta a la epidemia. Yo salgo a trabajar todos los días, también.
Pero voy a mis empleos en bicicleta. Me separo de todos. Traigo alcohol
permanentemente en las manos. Trabajo en oficina y soy privilegiado frente a
los otros. Y esos otros de abajo, caray. Esos toman monedas a mano pelona,
viven de las monedas que se le caen a otros. Y no hay más.
La marimba
está de acuerdo con mi súbita tristeza. Canta y parece que llora o llora y
parece que canta:
“Mosquito,
no mortifiques
con tus
cantos malsonantes.
Si me cantas
no me piques;
si me picas
no me cantes”.
Miré a la
ventana: la marimba seguía. Por primera vez una marimba me dibujaba notas
tristes en el aire. Notas tristes para tiempos tristes. Ni modo. Es lo que hay.
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