lunes, 6 de abril de 2020

Y de sexo, mejor ni hablamos.


Jorge Zepeda Patterson.

La pandemia cambiará la forma en que nos relacionamos con el cuerpo, con el nuestro y con el de los otros, dice el filosofo camerunés Achille Mbembe. Y es que “nuestro cuerpo se ha convertido en una amenaza para nosotros mismos”. Basta ver la manera en que nos apartamos en la acera ante la proximidad del otro o el efecto nuclear que tiene un estornudo entre la gente que hace cola en la caja registradora de un supermercado, con o sin Susana Distancia de por medio.

Y de sexo, mejor ni hablamos. Como van las cosas compartir el lecho, para cualquiera que no viva con su pareja, va a requerir un previo intercambio de documentos sanitarios. O quizá como el buen Gabo lo había predicho, quererse en tiempos post cólera exigirá del acto romántico supremo: arriesgar la vida por amor. Demasiada exigencia para un simple cachondeo.

De acuerdo, es demasiado pronto para cuestionarnos cómo será la vida amorosa después del Covid-19, asumiendo que cualquiera que se lo pregunte se encuentre entre los supervivientes. Antes de imaginar la etiqueta del cortejo y el apareamiento en el futuro de los seres humanos, habría que preocuparse de cómo quedaremos frente a la más pedestre tarea de pagar las facturas y poner comida sobre la mesa.

Se ha dicho hasta el cansancio que esta pandemia es la primera en la historia de la humanidad que es verdaderamente planetaria en tiempo real. En apenas tres meses el maldito bicho cambió al mundo y puso de rodillas a los Estados. Pero si bien es planetaria, la historia nos sucede a los seres humanos de manera local. Es decir, la pandemia es global, sin embargo sus efectos serán más y más comunitarios a medida que transcurran las semanas. El mes de junio será muy distinto para un alemán o un francés que pasaron su confinamiento con sueldo íntegro y la empresa para la que laboran recibirá subsidios para recuperarse, que para un albañil mexiquense que se quedó sin trabajo durante meses o para un hidrocálido que vio desaparecer el taller de auto partes para el que trabajaba.

El virus es el mismo, los países y las clases sociales no lo son. Junio también será diferente para un dentista de la clase media alta o la mayoría de los habitantes de Polanco y Las Lomas, que para sectores populares que creían estar llegando a la línea de flotación y serán arrojados de nuevo a la pobreza (la CEPAL prevé que 35 millones de latinoamericanos engrosarán esta categoría). Con esto no pretendo minimizar, desde luego, el drama personal que tendrá la pandemia en muchos habitante de Berlín o, para el caso, de la colonia Condesa. Nadie es ajeno a las calamidades de una peste de esta magnitud y sus secuelas económicas. Seguramente habrá sufrimiento y crujir de dientes, y casos que linden con la tragedia entre las clases medias altas y la élite. Pero nada que se compare con el efecto devastador y masivo que provocará entre los que tienen nada para protegerse.

En las películas o novelas distópicas de final feliz, al amanecer de un nuevo día los supervivientes salen de sus escondrijos para ver qué ha quedado, para reconocer su ciudad y enterarse qué ha sido de los otros. Nuestra pandemia en cambio, nos ha condenado a un confinamiento colectivo. En nuestro aislamiento estamos más metidos en las redes sociales, tenemos más intercambio, así sea virtual, con nuestros seres queridos, y pasamos más tiempo informándonos/desinformándonos que antes. Y no obstante, nos carcome la incertidumbre. Quizá porque a diferencia de las películas distópicas acá no luchamos a brazo partido contra los zombis sino contra el aburrimiento. A ratos deseamos creer que esto no es más que un repentino e inesperado paréntesis y que tras algunas semanas y unos pocos contratiempos reanudaremos la vida “normal”. Pero en otros momentos, nos preguntamos si habrá cosas que nunca volverán a ser iguales y nos hacemos ascuas de la manera en que nos afectará en lo personal y a cada uno de los nuestros.

Los politólogos afirman que el papel del Estado habrá cambiado para siempre. En un sentido positivo, por la conciencia en la necesidad de un nuevo orden mundial capaz de enfrentar de mejor manera la siguiente tragedia planetaria porque, está claro, cerrar fronteras sirvió para un carajo. Por otro lado, en la creciente vulnerabilidad de los ciudadanos, particularmente si, como parece, el intrusivo modelo chino de vigilancia cibernética se legitima como el más efectivo ante la crisis. Lo cierto es que el miedo y la fragilidad de todos frente a la historia mundial, se han convertido en la coartada perfecta para que el Estado nos tome como rehenes. Mala cosa.

Tampoco deberían quedar igual los temas relacionados con la salud. Está claro que un sistema basado en el mercantilismo de los hospitales o en la mezquindad de los laboratorios médicos, quedó exhibido frente a la crisis. Al menos en eso, los gobiernos tendrían que asumir un papel más pro activo y positivo en beneficio del interés público.

En suma, muchas cosas cambiarán para bien o para mal y muchas otras deberían cambiar, si queremos que la próxima tragedia no sea la última para muchos seres humanos. Grave como ha sido esta, nada asegura que el próximo virus no sea más letal o, de plano, un exterminador de la especie.

O quizá no cambie nada o casi nada, suframos la adversidad resignada e inconscientemente, y sigamos destrozando el planeta y dañando nuestro cuerpo hasta terminar por convertirlos en nuestros peores enemigos. Y de sexo, mejor ni hablamos.

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