Jorge Zepeda
Patterson.
La pandemia
cambiará la forma en que nos relacionamos con el cuerpo, con el nuestro y con
el de los otros, dice el filosofo camerunés Achille Mbembe. Y es que “nuestro
cuerpo se ha convertido en una amenaza para nosotros mismos”. Basta ver la
manera en que nos apartamos en la acera ante la proximidad del otro o el efecto
nuclear que tiene un estornudo entre la gente que hace cola en la caja
registradora de un supermercado, con o sin Susana Distancia de por medio.
Y de sexo,
mejor ni hablamos. Como van las cosas compartir el lecho, para cualquiera que
no viva con su pareja, va a requerir un previo intercambio de documentos
sanitarios. O quizá como el buen Gabo lo había predicho, quererse en tiempos
post cólera exigirá del acto romántico supremo: arriesgar la vida por amor.
Demasiada exigencia para un simple cachondeo.
De acuerdo,
es demasiado pronto para cuestionarnos cómo será la vida amorosa después del
Covid-19, asumiendo que cualquiera que se lo pregunte se encuentre entre los
supervivientes. Antes de imaginar la etiqueta del cortejo y el apareamiento en
el futuro de los seres humanos, habría que preocuparse de cómo quedaremos
frente a la más pedestre tarea de pagar las facturas y poner comida sobre la
mesa.
Se ha dicho
hasta el cansancio que esta pandemia es la primera en la historia de la
humanidad que es verdaderamente planetaria en tiempo real. En apenas tres meses
el maldito bicho cambió al mundo y puso de rodillas a los Estados. Pero si bien
es planetaria, la historia nos sucede a los seres humanos de manera local. Es
decir, la pandemia es global, sin embargo sus efectos serán más y más
comunitarios a medida que transcurran las semanas. El mes de junio será muy
distinto para un alemán o un francés que pasaron su confinamiento con sueldo
íntegro y la empresa para la que laboran recibirá subsidios para recuperarse,
que para un albañil mexiquense que se quedó sin trabajo durante meses o para un
hidrocálido que vio desaparecer el taller de auto partes para el que trabajaba.
El virus es
el mismo, los países y las clases sociales no lo son. Junio también será
diferente para un dentista de la clase media alta o la mayoría de los
habitantes de Polanco y Las Lomas, que para sectores populares que creían estar
llegando a la línea de flotación y serán arrojados de nuevo a la pobreza (la
CEPAL prevé que 35 millones de latinoamericanos engrosarán esta categoría). Con
esto no pretendo minimizar, desde luego, el drama personal que tendrá la
pandemia en muchos habitante de Berlín o, para el caso, de la colonia Condesa.
Nadie es ajeno a las calamidades de una peste de esta magnitud y sus secuelas
económicas. Seguramente habrá sufrimiento y crujir de dientes, y casos que
linden con la tragedia entre las clases medias altas y la élite. Pero nada que
se compare con el efecto devastador y masivo que provocará entre los que tienen
nada para protegerse.
En las
películas o novelas distópicas de final feliz, al amanecer de un nuevo día los
supervivientes salen de sus escondrijos para ver qué ha quedado, para reconocer
su ciudad y enterarse qué ha sido de los otros. Nuestra pandemia en cambio, nos
ha condenado a un confinamiento colectivo. En nuestro aislamiento estamos más
metidos en las redes sociales, tenemos más intercambio, así sea virtual, con
nuestros seres queridos, y pasamos más tiempo informándonos/desinformándonos
que antes. Y no obstante, nos carcome la incertidumbre. Quizá porque a
diferencia de las películas distópicas acá no luchamos a brazo partido contra
los zombis sino contra el aburrimiento. A ratos deseamos creer que esto no es
más que un repentino e inesperado paréntesis y que tras algunas semanas y unos
pocos contratiempos reanudaremos la vida “normal”. Pero en otros momentos, nos
preguntamos si habrá cosas que nunca volverán a ser iguales y nos hacemos
ascuas de la manera en que nos afectará en lo personal y a cada uno de los
nuestros.
Los
politólogos afirman que el papel del Estado habrá cambiado para siempre. En un
sentido positivo, por la conciencia en la necesidad de un nuevo orden mundial
capaz de enfrentar de mejor manera la siguiente tragedia planetaria porque,
está claro, cerrar fronteras sirvió para un carajo. Por otro lado, en la
creciente vulnerabilidad de los ciudadanos, particularmente si, como parece, el
intrusivo modelo chino de vigilancia cibernética se legitima como el más
efectivo ante la crisis. Lo cierto es que el miedo y la fragilidad de todos
frente a la historia mundial, se han convertido en la coartada perfecta para
que el Estado nos tome como rehenes. Mala cosa.
Tampoco
deberían quedar igual los temas relacionados con la salud. Está claro que un
sistema basado en el mercantilismo de los hospitales o en la mezquindad de los
laboratorios médicos, quedó exhibido frente a la crisis. Al menos en eso, los
gobiernos tendrían que asumir un papel más pro activo y positivo en beneficio
del interés público.
En suma,
muchas cosas cambiarán para bien o para mal y muchas otras deberían cambiar, si
queremos que la próxima tragedia no sea la última para muchos seres humanos.
Grave como ha sido esta, nada asegura que el próximo virus no sea más letal o,
de plano, un exterminador de la especie.
O quizá no
cambie nada o casi nada, suframos la adversidad resignada e inconscientemente,
y sigamos destrozando el planeta y dañando nuestro cuerpo hasta terminar por
convertirlos en nuestros peores enemigos. Y de sexo, mejor ni hablamos.
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