Raymundo Riva Palacio.
Este jueves se difundió una
fotografía perfecta del México contemporáneo. Un grupo armado al servicio de
Gloria María Sánchez, alcaldesa de Oxchuc, en Chiapas, ingresó a la cabecera
municipal, disparando a mansalva en la calle y la iglesia, e incendiando media
docena de casas. Los paramilitares buscaron el mayor daño posible contra los
seguidores del expresidente municipal en esa comunidad indígena, en venganza
porque Sánchez no ha podido gobernar desde que ganó las elecciones en 2015.
Cinco heridos y ríos de sangre seca por todos lados sintetizaron el conflicto
permanente y, sobretodo, la impunidad.
Tamaulipas, en las primeras planas de
los periódicos, es otra fotografía del México rojo. Diez bloqueos se
establecieron casi simultáneamente en Reynosa, donde paramilitares del Cártel
del Golfo se agarraron a tiros con el Ejército, la Marina y la Policía Estatal,
prolongando la angustia en aquella ciudad fronteriza. A 262 kilómetros, también
sobre la franja fronteriza, un acto del alcalde Enrique Rivas en un parque fue
interrumpido por una lluvia de disparos que obligó a todos a zambullirse en la
tierra. En ningún caso se reportaron víctimas fatales, lo que no quita lo
ominoso que en materia de seguridad se vislumbra en el estado, donde la
violencia subió 35 por ciento de 2016 a 2017.
El desacuerdo político reinante en el
país está crecientemente conduciendo a la violencia. La actividad política,
produciendo asesinatos. Este miércoles, el regidor en el ayuntamiento de Celaya
y presidente del comité directivo municipal del PRI en Guanajuato, Jorge Montes
González, fue asesinado; 12 impactos de bala perforaron la puerta del
conductor, sin que se tenga idea de quiénes fueron o por qué lo mataron.
En Guanajuato mismo, donde la
violencia ha ido creciendo en los últimos meses, un empresario de León pagó con
su vida. En Tlaxcala, un choque entre bandas de huachicoleros produjo la muerte
de tres personas, mientras que en Tlalnepantla dos hombres fueron asesinados
dentro de su casa. En Zacatecas, un comando armado del Cártel del Golfo exhibió
un video donde un comandante policial, bajo amenaza, daba nombres de jefes
policiacos presuntamente vinculados con el narcotráfico; tras decirlo, fue
degollado.
La violencia está desatada, no sólo
en aquellos gobiernos del PAN que están en el inicio de sus administraciones,
sino en priistas y perredistas. Colima, gobernado por un priista, tiene poco
más de 13 meses de descomposición sin precedente. En Tlaxcala, un estado otrora
limpio, gobernado por el PRI, la seguridad se volvió un tema de preocupación
con asesinados vinculados al crimen organizado. Nayarit, en la secuela de otro
gobernador priista, fue el estado de mayor violencia en el país el año pasado.
Chihuahua está viviendo una etapa de narco-política.
El sábado
pasado, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública dio
a conocer su último informe. En 2016, indican que el número de homicidios
dolosos aumentó en 27 estados en comparación con las cifras de 2016. Cuando
llegó el nuevo gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, la administración de
Felipe Calderón le entregó un país con casi 70 mil muertos y problemas
complejos en tres entidades. Al cierre del quinto año de gobierno, la violencia
criminal se extendió a otras 30 entidades y el número de homicidios dolosos es
más de 20 por ciento superior al registrado en el gobierno de Calderón en el
mismo periodo.
En este
espacio se han documentado de manera sistemática, a lo largo del sexenio, las
fallas en la estrategia de seguridad pública que produjeron, en buena parte, el
colapso de la estrategia de seguridad pública. Sin embargo, no toda la
responsabilidad puede adjudicársele al gobierno federal. Durante la primera
Legislatura en el Congreso, los diputados aplazaron dos veces el mandato legal
de pasar a policías federales, estatales y municipales, por controles de
confianza. La pregunta de cuántos crímenes se hubieran evitado de haberse
aplicado es retórica, pero ayuda a imaginarse los escenarios positivos que
habrían existido con el cumplimiento de esa ley, como estaba mandatado.
El cuerpo político federal es
culpable del desastre, pero las cámaras tienen también su alta cuota de
responsabilidad. De manera permanente, hasta estos días, se han negado a
legislar sobre un nuevo modelo de policía civil, y escondieron en diferencias
de artículos la aprobación de la Ley de Seguridad Interna –que eternizará a los
militares en tareas de seguridad pública porque abre zonas de confort para los
gobiernos locales–, que por encima del problema que más preocupa a los mexicanos,
están sus negociaciones políticas que sólo buscan rascar más poder.
A ellos también se les puede achacar
el adefesio que legislaron sobre el Nuevo Sistema Penal Acusatorio, que
construyó una puerta giratoria para cuando menos 11 mil criminales –no incluye
a quienes eran inocentes de un delito o habían cometido faltas menores–, por
la sutileza de que delinquir con un cuchillo, un cuerno de chivo o un
portaviones nuclear no es un delito grave
y les permite regresar a la calle. Les
quitan el arma y, como se ha probado, compran otra en la calle y vuelven a
cometer el mismo delito. Esta
impunidad se ha extendido de manera creciente al Poder Judicial, donde se ha
demostrado que jueces que dejan en libertad a criminales de envergadura, no por
miedo –que es un factor de vulnerabilidad existente–, sino por corruptos.
Este país no
está en paz. En términos cuantitativos, el número de muertos lo colocan en la
categoría de una nación en guerra civil. Pensar en sus responsabilidades es una
obligación política, ética e histórica. No lo olviden, como hasta ahora ha
sido.
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