Raymundo
Riva Palacio.
El acuerdo comercial entre México y
Estados Unidos, alcanzado el lunes, se puede resumir en una frase: la política
se impuso al comercio.
Fue un acuerdo donde la geopolítica del presidente Donald Trump marcó la
negociación; y la necesidad del
presidente Enrique Peña Nieto y del secretario de Relaciones Exteriores, Luis
Videgaray, por firmar el acuerdo antes del primero de diciembre, hizo que
sacrificaran la alianza con Canadá y sepultaran el discurso de la
trilateralidad a cambio de la fotografía que mostrara que, después de tantos
costos por los insultos del jefe de la Casa Blanca, todo valió la pena. La
legitimidad que dio el aval del presidente electo Andrés Manuel López Obrador a
lo acordado, selló su momento.
No hay
todavía nada cierto de que ese pacto llegue al Capitolio para su ratificación,
pero para efectos del dúo Peña
Nieto-Videgaray el mensaje lo dio el canciller el lunes en Washington: se sume
o no Canadá al acuerdo, ya tenemos uno bilateral con Estados Unidos.
Pragmatismo puro de ambos lados, aunque los objetivos fueran distintos.
Trump y Peña Nieto permitieron un
acuerdo que está lejos de los alcances que tuvo el Tratado de Libre Comercio de
América del Norte de 1994, sin que se diera la modernización prometida sino su
achicamiento.
Trump lo necesitaba para presionar a
Canadá y sumarlo a lo acordado, bajo la amenaza de elevación de aranceles de 25
por ciento como retaliación, y cerrar el flanco fronterizo para mantener su
guerra comercial con China y la Unión Europea. Peña Nieto y Videgaray querían
firmarlo porque de no hacerlo, estaban convencidos de que aun cuando López
Obrador apoyó esta negociación, no lo firmaría.
Para México no había muchas
alternativas más que ir con un acuerdo donde cedió más de lo que hubiera
deseado, pero llegó a su conclusión, que era la racional de Videgaray por
encima de la idea del secretario de Economía, Ildefonso Guajardo, quien
prefería no firmar un acuerdo a firmar uno malo; pero que de mantenerse en esa
línea ortodoxa, probablemente hubiera condenado la negociación al naufragio. Él
también salva cara al llegar a este acuerdo comercial y no convertirse en el
enterrador del libre comercio norteamericano. La política, pues, reconocida por
los negociadores mexicanos y el representante de López Obrador, Jesús Seade,
quien se refirió a que lo suscrito era mucho más que un pacto comercial, por
encima de todas las cosas.
Los fuegos
pirotécnicos en México no tienen correspondencia en el exterior. En Canadá se considera que México les dio
una puñalada en la espalda, aunque convenientemente olvidan que cuando inició
la renegociación hace poco más de un año, fueron los canadienses quienes
dijeron que el conflicto de Trump era con México, no con ellos, por lo cual
podrían llegar a un tratado bilateral como el que tenían antes de la existencia
del TLCAN. La canciller Chrystia Freeland cambió ese sentir canadiense, que sin
embargo nunca desapareció. Los papeles se invirtieron y no les gustó. Adrian
Morrow, corresponsal en Washington del Globe and Mail, el periódico canadiense
más influyente, dijo en su cuenta de Twitter, el martes por la mañana, que
parecía que México estaba ayudando a Trump a poner presión sobre Canadá, al
haber llegado a un acuerdo casi completo sin la presencia del tercer socio
norteamericano.
México aceptó prácticamente borrar
del tratado original el Capítulo 19, que es sobre el mecanismo de resolución de
disputas, conocido como “la cláusula Mulroney”, porque fue el exprimer ministro
canadiense, Brian Mulroney, quien presionó para que fuera incorporado en el
TLCAN, y que originalmente habían ofrecido los mexicanos luchar
estratégicamente por él. Los mexicanos aceptaron otras concesiones importantes,
como en el capítulo laboral dentro de la discusión sobre las reglas de origen
en la industria automotriz, donde aceptó tácitamente la imposición de las leyes
laborales de Estados Unidos.
“Es el comercio políticamente
administrado en beneficio de Ford y General Motors”, apuntó en un editorial muy
crítico sobre el acuerdo el Wall Street Journal. No sería lo único. Por ejemplo, si bien se eliminó la muerte súbita en la llamada Cláusula Sunset, se
le eliminó la atemporalidad al acuerdo al establecer un plazo de revisión a los
seis años, y una vigencia de 16. “Introduce incertidumbre política para los
inversionistas, pero puede ser tolerable”, agregó el Journal. Trump declaró que
era el acuerdo comercial más grande en la historia, lo cual se encargó de
desmentir rápidamente el New York Times, que incluso mostró la balanza
comercial de Canadá y México con Estados Unidos, donde los canadienses tienen
un intercambio superior a los mexicanos.
El pacto con México juega de manera
preponderante en el campo político. Una conjetura razonable es que esa fue la
motivación central del dúo Peña Nieto-Videgaray para empujar a su conclusión,
negociando por fuera del ojo público con el futuro canciller Marcelo Ebrard
para que persuadiera a López Obrador de aceptar su firma, mostrándole las
bondades que le daría el TLC. El acuerdo con Estados Unidos le inyecta
estabilidad financiera a México y tranquiliza a inversionistas.
Políticamente
hablando, permite al Presidente y a su secretario de Relaciones Exteriores
argumentar que la visita de Trump durante la campaña presidencial, que tuvo un
alto costo político para ambos –ese día la aprobación de Peña Nieto cayó siete
puntos–, resultó benéfica en el mediano y largo plazo. Peña Nieto lo está
señalando en su campaña en redes sociales a propósito de su último informe,
resaltando lo que alcanzó Videgaray, por encima de Guajardo, para sacar
adelante el acuerdo y venderlo como la gran victoria del fin de sexenio.
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