Raymundo
Riva Palacio.
Muy pocos
años bastaron para que una vez que se instalaran las encuestas como una de las
herramientas en campañas políticas en los 90, comenzara a desacreditarse el
instrumento. Los primeros síntomas fueron en la campaña presidencial de 2000,
cuando al registrar unas mediciones la ventaja de Vicente Fox sobre Francisco
Labastida, hubo quien corrió al PRI para canjear la censura del estudio por
canonjías. Más adelante surgió la publicación de encuestas que nadie sabía
quién había hecho, que eran difundidas por periódicos influyentes en la Ciudad
de México que siempre beneficiaban a los candidatos del PRI o al gobierno.
Luego, vino un brinco a la sofisticación.
Lo más aberrante, por lo impúdico, se
dio en las elecciones intermedias de 2015, cuando dentro de periódicos de
'prestigio' se instauraron como modelo de negocio encuestas a modo. Se pagaban
y como parte del paquete combo, se publicaban y difundían en los sitios web.
Encuestas a la carta, para el mejor postor. Llegó a tener sus momentos de tensión entre cliente y
proveedor, como sucedió en el caso de un candidato de oposición que pagó por
una encuesta que nunca salió publicada. Cuando reclamó, como quedó registrado
en pláticas del chat a las que se ha tenido acceso, el vendedor le dijo que
había habido un problema técnico, pero que se la reponía gratuitamente con otra
encuesta, de cualquier candidato que le indicaran. El cinismo en su máxima
expresión. Y la complicidad de la clase política, también.
Esto es lo
que George F. Bishop llamó “las impresiones espurias en la prensa”, en un muy
vigente libro –cuando menos para México– publicado en 2005, La Ilusión de la
Opinión Pública: Hecho y Artefacto de las Encuestas de Opinión Pública (Rowman
& Litlefield Publishers, Inc.), donde
mencionaba la preocupación de los encuestadores profesionales por la
proliferación interminable de pseudoencuestas que se difundían en los medios de
comunicación, en internet y a través del teléfono, que transmitían información
contradictoria a los electores, porque se obtenía de cuestionarios amañados,
con un fraseo tramposo y una selección tendenciosa de los encuestados.
Bishop citó
un artículo escrito años antes por la finada Eleanor Singer en la edición del
50 aniversario del Public Opinion Quarterly, sobre su utilización y
diseminación al público sin control. “Las pseudoencuestas (telefónicas,
escritas o con muestras a conveniencia) -escribió Singer- son reportadas como
si fueran reales, las discrepancias entre encuestas son reportadas sin
explicación, y lo noticioso del hallazgo precede a la calidad del proceso
mediante el cual se obtuvo la información”. Su creciente prevalencia, añadió
Bishop, refuerza la ilusión del público de que está informado sobre cada tópico
posible bajo el sol.
Este tipo de distorsiones descritas
por la manipulación de un instrumento, dañan profundamente los procesos
electorales y minan la democracia. Esto no es un lugar común. En la medida que la confusión
reine por las contradicciones de los estudios publicados, en donde no haya
costo alguno para quienes de manera tendenciosa o comercialmente por los medios
de comunicación que practican esta aberración e inventan, el electorado no sólo
va confiando menos en el instrumento sino además, utiliza los datos que se
acomoden mejor a sus ideas y sentimientos, en la mar de resultados mezclados
entre verdaderos y falsos, para descalificar procesos y perder la confianza en
el sistema democrático, al crear múltiples realidades subjetivas que se
contraponen.
Aunque en
los últimos años el Instituto Nacional Electoral ha buscado tener un control
claro sobre el mal uso de las encuestas, como solicitar metodologías y bases de
datos de los estudios a las empresas, así como de manera particular que se
entregue toda la documentación sobre quién pagó el ejercicio, todavía hay
lagunas en las cuales varios mercenarios en los medios de comunicación están
actuando sin escrúpulo en estas campañas electorales.
En un caso reciente, un funcionario
de un medio habló con el equipo de un candidato para decirle que su última
encuesta le daba muy buenos resultados, pues había ampliado de manera
significativa su ventaja sobre el tercer lugar. Pero, alegó, como lo suyo era
el negocio, necesitaba que le pagaran cuatro millones de pesos. La propuesta
fue rechazada y cuando se publicó la encuesta, quien originalmente estaba en
tercer lugar, ya figuraba en segundo. En otro caso, donde el medio tenía una
mayor difusión, el costo de la publicación de la encuesta como la tenían, era
de 10 millones de pesos. A quien se buscaba extorsionar rechazó igualmente la
propuesta y, como en el caso anterior, el segundo lugar que tenía se convirtió
en tercero.
Qué tantos
casos más hay como esos, no se sabe. Pero las casas encuestadoras establecidas
y con larga trayectoria han enfrentado críticas en los últimos años porque los
resultados finales no coincidieron con lo que venían registrando, pese a la
insistencia sistemática de que una encuesta no pronostica cómo van a votar los
electores. Consulta Mitofsky ha llegado
al extremo, para reiterar en ello, que cada vez que saca una nueva encuesta
electoral, coloca una etiqueta que dice: “Falta mucho para la elección. No
caiga en la tentación de pensar que no habrá cambios”.
La proliferación de encuestas
espurias no ha ayudado al clima electoral. Al contrario, han distorsionado el
proceso al haber sido utilizadas por algunos protagonistas –quizás sus
patrocinadores secretos- para demostrar que sus candidatos estaban mejor de lo
que señalaban otras encuestas. A las dificultades objetivas metodológicas que enfrentan
las empresas encuestadoras, se le han añadido estas nuevas variables que,
parafraseando a Bishop, hace que las mediciones de opinión pública sean tan
difíciles como comprender al Espíritu Santo.
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