jueves, 28 de febrero de 2019

La evidencia contra los intereses en la educación.


Por Jorge Javier Romero Vadillo.

La discusión sobre la Guardia Nacional, y su (más o menos) afortunado desenlace en el Senado ha mostrado que, a pesar de las intenciones hegemónicas, la democracia mexicana ha desarrollado mecanismos propicios para la deliberación democrática, gracias a los cuales ninguna fuerza puede imponer su voluntad absoluta y todas las partes están obligadas a negociar. Las reglas para la formación de mayorías reformadoras, que hacen más difíciles los cambios constitucionales que los de la legislación ordinaria, sirven para dificultar la formación de coaliciones distributivas que beneficien los intereses de una mayoría en perjuicio del resto de la sociedad. Al mismo tiempo, la deliberación abierta de los asuntos públicos obliga a sopesar las evidencias a la hora de legislar, lo que atempera la simple imposición de intereses particulares.

Si la discusión de la Guardia Nacional es relevante porque atañe al tema de la seguridad pública, uno de los principales servicios que debe garantizar el Estado, no lo es menos el debate abierto sobre la educación. La tarea educativa es, junto con la salud, una de las principales responsabilidades sociales para un Estado que pretenda reducir la desigualdad de oportunidades, más en un país como México, escindido por una abismal brecha de inequidad. Cualquier Gobierno que se pretenda de izquierda debe poner como objetivo una educación para la equidad, que compense con conocimientos y competencias las desigualdades de origen. Los sujetos del derecho a la educación deben ser las niñas y los niños hasta la edad adulta, de manera que puedan decidir con libertad su oficio o profesión, sin que las condiciones económicas determinen de entrada los ámbitos de ocupación o los condenen a la marginación, la informalidad o el desempleo crónico.

Sin embargo, los términos en los que ha planteado el actual Gobierno el debate sobre el tema educativo parecen poner por delante los privilegios corporativos mientras soslayan los objetivos que debe cumplir el sistema de enseñanza. La reiteración desde la campaña de que el objetivo del Presidente es echar abajo la “mal llamada reforma educativa” refleja más la intencionalidad política de congraciarse con el gremio magisterial, lastimado por los cambios del sexenio pasado, que por encontrar un buen arreglo que haga compatibles los intereses de los maestros con la necesidad de desarrollar un sistema educativo eficaz para superar el tremendo rezago de la calidad educativa en México.

El Gobierno ha presentado ya su iniciativa de reforma constitucional con la que pretende demoler los cambios de 2013. De acuerdo con la propuesta, se extirparía de la Constitución la obligatoriedad del concurso de ingreso para la asignación de puestos magisteriales en la enseñanza pública, lo mismo que para las promociones a cargos de dirección y supervisión. El objetivo aparente es eliminar las consecuencias negativas de la evaluación del desempeño, bestia negra del magisterio, tanto del afiliado al sindicato dócil, como el que se encuadra en las filas de la organización radical con discurso insurreccional y estrategia de sabotaje. Sin embargo, la iniciativa presidencial no se detiene en la eliminación de los efectos de la evaluación sobre la permanencia en el empleo, pues también parece querer volver a un sistema donde el ingreso y la promoción magisterial dependían de la arbitrariedad administrativa y el control sindical.

Todo indica, también, que el Gobierno desdeña la evidencia acumulada sobre el lamentable estado de la educación y sobre los efectos que la buena formación y los mecanismos adecuados de reclutamiento tienen sobre el desempeño profesional de los docentes y los efectos que esto tiene en el aprovechamiento de los alumnos.

El objetivo del Gobierno es, por lo visto, político: busca la reconciliación corporativa del Estado con el gremio magisterial, al que hizo su aliado desde la campaña electoral, aun cuando es evidente que el ala radical agrupada en la CNTE no tiene ninguna intención de cambiar la estrategia de chantaje permanente que tan buenos réditos le ha generado desde hace más de tres décadas. Para congraciarse con el corporativismo sindical, la iniciativa presidencial no sólo elimina los términos que se han considerado punitivos de la evaluación del desempeño magisterial, sino todo el proceso de profesionalización diseñado para acabar con el sistema de botín que tradicionalmente había operado en la asignación de las plazas docentes. Por añadidura, pretende eliminar la autonomía del órgano encargado de evaluar no a los maestros, sino al sistema educativo en su conjunto.

Frente a esta intencionalidad política, el constituyente permanente tiene la obligación de poner por delante los objetivos sociales de la educación pública, que van más allá de los intereses laborales de los maestros. La evidencia disponible, documentada por investigadores como Ricardo Estrada –quien hace unos días publicó en el estupendo blog de educación de la revista Nexos un resumen de su trabajo sobre las ventajas que en el aprovechamiento de los alumnos de telesecundaria tienen los maestros seleccionados por mérito– muestra que los cambios en el sistema de profesionalización docente han comenzado a dar buenos resultados. Con esos argumentos, la oposición en el Congreso debe actuar como lo hizo en el caso de la Guardia Nacional, para forzar a la mayoría a negociar un cambio constitucional que no destruya lo avanzado, mientras corrige los errores de la reforma de 2013.

Es posible conciliar los intereses de los maestros con el objetivo de mejorar la calidad de la educación. Si el mayor agravio de los profesores ha sido que la evaluación del desempeño resulta amenazante, entonces lo que se debe hacer es cambiar el tipo de evaluación y su sentido, para convertirla en un proceso promocional, de manera que el buen desempeño sea premiado, mientras que los malos resultados se compensen con programas de formación permanente. De ahí a eliminar los concursos de ingreso y de promoción y a crear un órgano controlado una vez más por las organizaciones gremiales para que la evaluación sea una simulación hay un gran trecho.

La iniciativa presidencial se deberá dictaminar junto con la presentada por los cuatro grupos parlamentarios de oposición y elaborada por los académicos agrupados en RED. Es de esperarse que en el proceso de dictamen se tomen en cuenta las opiniones de los especialistas que participaron en las audiencias de la semana pasada en el Senado. Una vez más vale la pena construir un consenso que tome en cuenta la evidencia para ajustar la Constitución de acuerdo con ella y no sólo con los intereses políticos de la coalición mayoritaria.

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