Salvador
Camarena.
Hubo un
tiempo en que disfrutaba leer obituarios, esos textos que en algunos periódicos
grandes constituyen todo un género.
Leer sobre
una persona que acababa de dejar este mundo, pero que antes de partir había
marcado toda una disciplina, o a una generación, incluso a un país y, se dan
casos, a la humanidad entera.
En las
visitas que se podía hacer a The New York Times en los años noventa, a uno lo
llevaban al piso donde una hilera de anaqueles tenía cientos de negativos
listos para ser enviados a hacer las placas para la prensa: eran los obituarios
de grandes personajes como Castro o Wojtyla. Así se zopilotea y no payasadas.
Luego por qué salen bien las cosas en los medios serios.
Pero leer
obituarios de gente que se muere, digamos, casi toda a 'su tiempo' es una cosa,
y otra muy distinta es que a uno los periódicos le den a conocer gente que no
debió morir tan pronto. Y menos violentamente, en medio de la barbarie que
azota a México.
Este fin de
semana conocí a un pintor y a un entrenador de beisbol. Los conocí, como casi
todo México, muertos. Supe de ellos gracias a quienes les querían, a quienes
les admiraban.
El pintor
era de Ciudad Valles. De la huasteca potosina. Y era jovencísimo, pero ya había
marcado su entorno.
Se llamaba
Héctor Armando Domínguez, tenía 27 años, era profesor de artes plásticas, era
muralista y era un defensor del arte urbano.
Hace un año
por estas fechas, Héctor –asesinado el sábado junto a su padre y hermano–
convocaba a dos concursos de dibujo infantil para celebrar el día del niño. Su
trabajo se podía admirar en las calles de la región que habitaba y en edificios
públicos. Y al defender el muralismo urbano señalaba que éste no refleja ni
vicio ni drogas ni ociosidad, sino una expresión que pretendía aportar al mundo
algo del amor y del color que le hacía falta a la sociedad.
En
septiembre pasado Héctor ya había sufrido un atentado a balazos. Los criminales
no fallaron dos veces. El fin de semana dejaron su carrera trunca y a una
familia mutilada.
A 900
kilómetros al sur de Ciudad Valles, el fin de semana también, fue asesinado un
entrenador de beisbol. Murió en Minatitlán, Veracruz, se llamaba César
Hernández, y según una crónica de Benito Jiménez en Reforma, le apodaban El
Volvo.
Benito nos
presenta en su texto una estampa que nos lleva a conocer cuán querido era este
entrenador: “amigos y compañeros de Hernández cargaron el ataúd que llevaba sus
restos y lo trasladaron por las bases del campo de juego hasta llegar a la
almohadilla final, donde los presente gritaron ‘¡safe!’ en la última carrera
del entrenador. Entre aplausos, porras y lágrimas, los dolientes pusieron en el
sonido la canción ‘El amigo que se fue’”.
Dicen los
del nuevo gobierno que saldremos de la violencia cuando la gente no caiga en la
tentación (palabras mías en estos tiempos de pascua) de irse por el camino
fácil de la criminalidad, cuando la gente se dedique a su comunidad, cuando se
trabaje por los jóvenes, como precisamente hacían, en sus distintas ciudades,
Héctor y César.
Héctor y
César estaban en eso. En hacer patria con lo que les tocaba. El arte y el
deporte. Y lo hacían en medio de –a pesar de– un entorno de degradación social,
de desgobierno, como son desde hace tiempo las zonas donde se asientan tanto
Ciudad Valles como Minatitlán.
Héctor había
pintado algo que le habían regalado al hoy presidente, que como ya se sabe es
gran aficionado al deporte del que César fue también devoto.
Ellos ya no
verán si el nuevo gobierno logra domar a la bestia de la criminalidad que les
mató, pero, aunque sólo fuera por eso, por dejar de tragar esta amargura al
leer tantos obituarios de gente que no debió de morir, por dejar de conocer
valiosas personas muertas tan prematuramente, debemos encontrar la forma de
parar esta masacre ya.
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