Salvador
Camarena.
Hace 25
años, en un vuelo de la desaparecida Mexicana de Aviación me mudé de
Guadalajara al Distrito Federal, hoy con escasísima originalidad llamado Ciudad
de México. Aunque nunca hay que tentar al destino, y menos hablando del futuro,
aquel 30 de abril sí pensé que me iba para no volver a mi ciudad natal. Un
cuarto de siglo después, y con disculpas a los lectores por la nota
autobiográfica de nulo interés público, desde el altiplano me pregunto qué
ciudad dejé al elegir ser chilango.
Guadalajara
era, en 1994, asfixiante. El escenario laboral-mediático era muy rígido, el
grupo Universidad constrictivo, las familias pudientes (que no pujantes) se
creían aristocráticas, y el poder del clero era mucho y grosero en sus
intromisiones en la vida pública. Había sociedad civil, claro está; también
espacios de libertad como la Universidad Iteso. Y una bola de tapatíxs
entrañables: comprometidxs, locxs, originales, talentosxs y creativxs.
Pero para un
periodista joven como era yo entonces, ni el nacimiento del diario Siglo 21, en
el que colaboré tres años, logró, desde mi punto de vista, sacudir un escenario
mediático que no respondía debidamente a una sociedad que demandaba cambios al
statu quo, que clamaba por un efectivo combate a la inseguridad (desde
entonces), por atajar la negligencia y la corrupción gubernamentales (desde
entonces también).
Guadalajara
es, en 2019, ya no diría asfixiante, aunque sí un tanto desconcertante. No voy
a abundar en cosas buenas obvias: su oferta culinaria ha aumentado y mejorado
en estos lustros, y han surgido cosas interesantes, a pesar del grupo
Universidad, para la vida cultural en ese muladar que antes era conocido como
Los Belenes.
Todavía me
parece que el clero estorba a una mejor convivencia, pero por mucho creo que la
vida en la ciudad ya no gira solo en torno a un par de figuras políticas (ni
siquiera la de Raúl Padilla), o a una sola forma, aceptada y promovida, de ser
tapatío. Y eso es un gran avance.
En ese
sentido es una ciudad de aire renovado, con diversidad asumida. Con enormes
retos urbanísticos, pero también una población empoderada que ha sabido dar
portazo a las opciones políticas que le han fallado; y un estado que ha visto
surgir o consolidarse a múltiples artistas: es decir, que ya no se vive sólo de
glorias del pasado.
Sin embargo,
la nota que más esperanza provoca al enterarse sobre Guadalajara no es que la
actividad económica ha mejorado y se ha vuelto más variada. Lo que de verdad me
parece notable es que los colectivos de jóvenes, y particularmente los de las
mujeres, tienen la voz más contundente.
No minimizo
las tragedias. La amenaza de la violencia pone en jaque a Jalisco con robos
cotidianos y narco de talla internacional. Pero si algo ha de quedarse del
sombrío reto que supone la criminalidad en mi estado, es que las madres y las
hijas de Jalisco no se amilanan. Y también, que hoy no pocos periodistas, en
plural y desde diversas trincheras, dejan constancia de que entienden el
periodismo que la población necesita.
Es
reconfortante palpar que algo del patrimonio, de ladrillo y de árboles, ha
sobrevivido; es doloroso ver que la avenida Chapultepec, y algunos alrededores,
se perderán enfermos de éxito mercantil ruidoso y chafa como están.
En este
cuarto de siglo el centralismo ya no es el mismo. La tentación del exDF de solo
verse al ombligo persiste, pero muchas otras poblaciones, entre ellas las de
Jalisco, hoy no dependen de la capital para consolidar una oferta educativa,
una riqueza artística y, ya no se diga, su identidad y supervivencia.
Como nunca
en este cuarto de siglo hoy resulta un placer visitar el estado, no solo la
ciudad, y ver que los jaliscienses se afirman día a día en la construcción de
su alteridad.
Y en temas
frívolos creo que lo único que realmente ha empeorado en estos 25 años es el
futbol tapatío, pero eso es otro cantar.
Los quiero
un chingo paisanos. A veces los extraño igual. Pero supongo que vivo el mejor
de los mundos. Queriendo de lejos a Guadalajara. Queriendo de cerca a otra
ciudad.
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