Raymundo
Riva Palacio.
El 2 de
junio, los poblanos votarán por un nuevo gobernador en una elección
extraordinaria. Miguel Barbosa, que contendió contra la panista Martha Erika
Alonso el año pasado y perdió, se volvió a presentar como candidato tras tener
palabras indignas cuando al morir, junto con su esposo Rafael Moreno Valle en
un incidente de helicóptero el 24 de diciembre, en lugar de dar el pésame a sus
familiares como dicta la civilidad republicana, celebró sus muertes como si
fuera justicia divina contra la corrupción. En medio de críticas por su
actitud, su segunda candidatura enfrentó una dura oposición interna y externa.
Finalmente la venció, y la tozudez de la presidenta de Morena, Yeidckol
Polevnsky, para que así fuera, sólo se explica por la gratitud del presidente
Andrés Manuel López Obrador con aquellos que lo apoyaron contra las
adversidades, como hizo Barbosa en el Senado, cuando representaba al PRD.
Barbosa
tiene allanado el camino legal para la gubernatura, y la fuerza de López
Obrador lo ubica en todas las encuestas como el probable ganador de la elección
extraordinaria, con una ventaja cómoda de más de un dígito de diferencia. La
campaña de Barbosa, como ha sido la del resto de los candidatos, ha carecido de
mítines y eventos masivos, sustituidos por campañas de gabinete, donde luchan
sus batallas en los medios de comunicación. Esta peculiar forma de hacer
campañas le ha beneficiado a Barbosa, quien, si fuera un político honesto, no
debería de estar compitiendo por razones diferentes a su comportamiento
político. Pero no puede ser gobernador, como apuntan las evidencias en la
opinión pública, y jamás debería haberlo respaldado López Obrador por un
problema serio de salud.
No hay
honestidad pública y lo impulsa la ambición. El neomorenista asegura que está
en plenitud de salud, aunque cada vez que lo dice su voz refleja todo lo
contrario. Concluir sobre algo tan subjetivo como la voz de una persona en un
diagnóstico empírico de su salud es absurdo. Sin embargo, su salud es precaria.
En 2013, por desatender su diabetes, estuvo en el umbral de la muerte. No le
costó la vida y su pérdida se redujo en ese momento al pie derecho, que le
amputaron. Pero esa enfermedad sigue haciendo estragos en su salud.
Esta
situación lleva a considerar la viabilidad de Barbosa de cara a sus electores.
¿Es honesto que un político quiera un puesto de elección popular cuando su
estado de salud probablemente le impedirá estar con sus facultades plenas para
cumplir con el mandato de las urnas? En este espacio se ha tocado regularmente
el estado de salud de los políticos. Durante la pasada campaña presidencial se
habló de la salud de López Obrador como una variable a considerar por los
electores, en el entendido de que nada de lo que tenía afectaría sus
capacidades plenas para gobernar.
Años antes
se mencionó la salud del presidente Enrique Peña Nieto, de la maestra Elba
Esther Gordillo, en sus años de gloria sindical, y de su adversaria, Josefina
Vázquez Mota, entonces secretaria de Educación. En 2003, en este espacio se
reveló que el presidente Vicente Fox tomaba el antidepresivo Prozac. Y cada vez
que escribí sobre el tema, las reacciones fueron negativas. Pero la tesis
central del porqué es un tema de interés público, se mantiene. En 2016, dentro
de ese alegato recurrente, ejemplifiqué:
“El problema
de ocultar una enfermedad a los electores puede llevar a situaciones como las
que se vivieron en Rusia, cuando Boris Yeltsin buscó –con éxito– un segundo
mandato y controló a la prensa para ocultar que tenía cáncer. Yeltsin, afecto
también al alcohol, tuvo momentos difíciles por su comportamiento como jefe de
Estado. Por ejemplo, durante una visita a Suecia, en 1997, tomó una copa de
champaña que le generó un efecto secundario que lo llevó a comparar la cara del
tenista Björn Borg con albóndigas. Por salud, Yeltsin tuvo que renunciar y dejó
el cargo en manos de su primer ministro, Vladimir Putin, por quien no habían
votado los rusos”. Este es el problema de fondo, llegan al poder quienes no
fueron electos.
Dos años
después de publicarse el Prozac de Fox, el entonces Instituto Federal de Acceso
a la Información Pública determinó que el expediente médico de un candidato o
un gobernante debía mantenerse en privado y no era de interés público. A raíz
de una solicitud de acceso a la información de Proceso, en 2009, sobre el
expediente médico del presidente Felipe Calderón tras fracturarse el hombro al
caer de una bicicleta, en 2008, la entonces comisionada presidente, Jacqueline
Peschard, afirmó que los servidores públicos estaban protegidos en todos sus
niveles. En una entrevista con el semanario, agregó que “informar a la
población sobre la salud del presidente podría ser importante, siempre y cuando
lo permitan las normas. Si se hiciera de otra manera, advirtió, privilegiando
el interés público sobre el marco legal, estaríamos invadiendo el terreno del
derecho privado”.
Este
criterio tiene que ser revisado, pero es cierto que es un terreno gris donde se
cruza lo público con lo privado. Una forma de avanzar y madurar como sociedad
sería que la divulgación de los expedientes médicos fuera de manera voluntaria,
como un ejercicio de transparencia y responsabilidad ética y política. Siempre
ha sido un tema difícil en sociedades políticas maduras, y será más complejo
que avance en México. El caso de Barbosa, el más extremo en los tiempos de la
transición y la democracia mexicana, es el mejor ejemplo del atraso que tenemos
en la materia. Pero no podemos dejar de luchar contra la opacidad política,
cuya deshonestidad afecta a los electores.
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