Salvador
Camarena.
Las
reporteras y los reporteros son latosxs, impertinentes, metiches, preguntones,
insistentes. Muchos se prohíben decir una mentira al reportear, pero de vez en
cuando, para ganar una noticia, se comen parte de la verdad si eso les hará
cumplir con su deber, que es llevar información a la sociedad. Saben que lo
único que no hay en su profesión es un buen pretexto para justificar el haber
perdido una nota.
En medio de
una asignación, las reporteras y los reporteros duermen donde caiga, comen lo
que les den y/o encuentren, a menudo aguantan 24 horas, y más, sin dormir para
transmitir sus notas.
Ahora hay
computadoras y celulares e internet; y ahora, muchas veces, se puede transmitir
cuando y donde sea. Pero dos décadas atrás, desde rudimentarias cabinas telefónicas
los periodistas dictaban su información de corridito a un capturista –muchas
veces otro reportero(a)—, asegurando poner de inmediato los datos y el estilo
indispensables, sabedores de que los editores machetearían (machetearíamos,
quimosabi) sus renglones sin misericordia “porque mandaste mucho”. Apenas
terminaban de dictar, se iban corriendo a la siguiente cobertura.
Pero la
tecnología no ha alivianado el trabajo, lo ha incrementado: antes de finalizar
un evento, hoy los reporteros de raza ya redactaron varios párrafos para
mandarlos a su portal, pueden entrar al aire de inmediato, dan bullets para un
gráfico, cortan audios y/o videos para las redes… y todavía siguen en el
evento.
Si para
cientos de reporteras y reporteros mexicanos no hay límites ni barreras a la
hora de perseguir la nota, ¿qué tan cierto es que el Estado Mexicano, así con
mayúsculas, es incapaz –alegando cuestiones de “austeridad”– de garantizar a la
prensa la logística adecuada para el ejercicio de su profesión, que no es otra que
el deber de informar, cuando cubre las giras del presidente Andrés Manuel López
Obrador?
Una decena
de colegas pueden contar, algunos con heridas graves pero vivos todos, que el
sábado derrapó el transporte que les consiguió la Presidencia de la República
para seguir la visita de AMLO a Sonora.
Eso me faltó
decirlo. Reporteras y reporteros asumen riesgos que gente sensata encontraría
de locura. Pero volvamos: la camioneta que transportaba a periodistas falló ese
día. Ya había fallado y ya había sido reportada. Yo no creo en los accidentes,
pero digamos que en una de esas hubo falla mecánica imprevisible, o
circunstancia en el camino realmente azarosa (acá en cambio se habla de, al
menos, velocidad imprudente y mantenimiento deficiente).
Pasado el
susto, con un nivel raquítico de empatía, López Obrador pretende zafarse de su
responsabilidad al advertir que si las reporteras y los reporteros encuentran
inseguro seguirle el ritmo, que se queden en casa, y que los medios lo cubran
mediante corresponsales.
Quien como
candidato le diera la vuelta al país varias veces sabe que así como no hay
cobertura telefónica en todo el territorio nacional, tampoco existe medio en
México –salvo acaso una televisora– que tenga desplegada una buena red de
corresponsales.
Yo he sido
reportero pocas veces, y editor muchísimas. Envidio el temple, agudeza, ánimo,
rapidez de reflejos, aguante, capacidad, inteligencia y arrojo de las
reporteras y los reporteros. Y lamento las reacciones pueriles que la
Presidencia de la República ha tenido frente a un percance que salió barato,
pero que de ninguna manera podemos darnos el lujo que la próxima vez salga más
caro.
Parte del
mandato de cualquier titular del Ejecutivo en nuestro país es hacer guardar el
ejercicio del derecho a informar y de ser informados. Al Presidente le toca
generar esas condiciones. Ello incluye una logística, eficiente y segura. No
necesariamente gratuita, pero sí a precios razonables para los medios
profesionales. Paleros están bien en la Fórmula 1. O no están bien, pero ese es
otro tema.
Si esta
administración renuncia a garantizar que la prensa haga su trabajo, en giras y
en otros ámbitos, será por comodina marrullería: mejor para el Presidente que
nadie más que los suyos le vean, mejor para el mandatario que nadie crítico le
observe, narre sus giras, detecte el humor de la gente, en las buenas y en las
malas.
La prensa es
una lata para los gobernantes. Una lata saludable; y parte de la obligación de
cualquier gobierno es que los periodistas gocen condiciones, adecuadas y
seguras, para trabajar. No es ni una graciosa concesión del poder, ni un gasto
superfluo (hubo abusos, si persisten que se castiguen, pero ese sambenito ya no
debe servir de espantapájaros).
Con un gasto
público razonable en transporte y logística, las empresas de los periodistas
pueden poner la parte de los costos que les correspondan. Es, en todo caso, una
buena inversión del dinero de los mexicanos. Porque es un derecho democrático y
el gobierno de López Obrador prometió un cambio… democrático.
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