Salvador
Camarena.
El lunes, al
filo de las diez de la mañana, terminó por caer el telón para un presidente
que, al abandonar el puesto, se llevará en el bolsillo del saco sólo un
papelito.
Un papelito
que vale un potosí, es cierto, pero que a final de cuentas es sólo eso, un
papelito. Grande Enrique Peña Nieto, el
primer presidente que sabemos que se levantará por última vez en su vida de la
silla del águila con un amparo de la Suprema Corte de Justicia, en el pecho.
Qué
paradoja, el presidente que decretó que
durante los últimos catorce meses del sexenio México no tuviera “abogado de la
nación”, litiga, para sí mismo, en la Corte. Uno, dos, tres por mí y por
algunos de los míos, para que Javier Corral no nos encuentre.
Con eso y poco más se irá el
mandatario que no supo mover a México, sino a un (mayor) descrédito
internacional, sumido como deja al país en medio de escándalos de corrupción,
ya no digamos irresueltos, sino con nula investigación. No te preocupes, Rosario,
en efecto, no eres la única.
El
presidente, cuyo equipo en 2012 peluseó
a los Calderón Boys, porque “no se sabían coordinar para combatir al crimen
organizado”, dejará las camionetas blindadas del gobierno mientras el país
registra cada mes un sangriento récord en homicidios.
Se va quien
no intentó sentar el precedente de que, derrotado y todo en las urnas, la
dignidad del cargo se porta hasta el último minuto: no se rinde la plaza ni los
avances, ya no digamos la gobernabilidad, sin al menos dar testimonio de que el
nuevo gobierno tendrá sus ideas, pero las de estos seis años, traducidas en
incipientes reformas legisladas en el Pacto por México, merecían una defensa
política.
Se busca quién dé la cara por las
instituciones, que merecían no ser dejadas a su suerte, que por lo que se ve no será –ni
por asomo– suficiente. ¿Quién fue al
final el que mandó al diablo todo lo que habíamos construido?
Aunque él desapareció el 2 de julio,
el sexenio de Peña Nieto terminó de hundirse, decíamos al principio, el lunes
pasado.
Ese día,
desde un espacio fuera de la ley pero –reconozcámoslo– legítimo en la realidad, Andrés Manuel López Obrador borró la
expectativa de que el peñismo pase a la historia por, aunque fuera, algo de
relumbrón como iba a ser el edificio de Norman Foster en Texcoco.
Ahora a esos cimientos, a esos miles
de millones de pesos, los pudrirá un lago que ni lago es. Su obra de obras se
le frustró mientras: la línea 3 del tren ligero de Guadalajara, inconclusa; el
tren de Toluca, inacabado; el Paso Express, con socavón asesino; el tren de
Querétaro –“¿Luis,
qué pasó con el tren de Querétaro? ¿Aquella es tu casa o es la que se ve desde
el otro hoyo, en la otra vuelta del campo de golf de Manilalco? Me distraje, Luis, qué pasó con el tren de
los chinos; les pagamos, les debemos, por qué no se hizo, si las casas ahí
están, si Juan Armando estuvo en Palacio, ya pégale, Luis, o le pego yo, pero,
sobre todo, ya dime, ¿por qué no se hizo el de Querétaro? ¿Por corrupción?
¿Cuál corrupción? ¿En este sexenio? ¿Te cae?
Y, a pesar de todo, de ser el
gobierno que invitó a Trump a Los Pinos y echó a Policías Federales contra una
caravana de desnutridos (Obama dixit), a los peñistas les iba a quedar el NAIM.
Reluciente, tremendo, apantallante, primer mundo: Gerardo, chingao, hasta parece que
veo la placota: “Esta obra fue iniciada siendo presidente el lic…”
Iba. Porque
de eso, y del sexenio, después del lunes, sólo una tremenda equis, cuates,
llena de polvo texcocano quedará.
Ah, y un amparo en la bolsa de un Presidente de
la República Mexicana. Una frase así no se lee todos los días, chicos.
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