Dolores
Padierna.
Una y otra vez, el presidente Andrés
Manuel López Obrador ha definido el comportamiento de su gobierno frente a los
liderazgos sindicales, pilares del viejo régimen que nuestra inacabada
transición no tocó (pese a acciones efectistas, como la cárcel sexenal de Elba
Esther Gordillo).
El Presidente ha dicho en diversos
foros, y varias frente a dirigentes sindicales: “La línea es que no hay línea”.
Ni los líderes de los trabajadores ni
los dirigentes de las agrupaciones patronales parecen haber entendido el
mensaje. Siguen esperando línea de Los Pinos, un espacio simbólico que no es
más la sede del poder de la que antes emanaban las órdenes. Tampoco reciben las
ansiadas señales de la Secretaría del Trabajo, una dependencia del Ejecutivo
que no es más la oficina para dictar de modo autoritario los aumentos
salariales o los arreglos de los conflictos.
En
Matamoros, Tamaulipas, los líderes
regionales de la Confederación de Trabajadores de México buscaron manipular el
incremento salarial para la zona fronteriza e hicieron una negociación pésima
con el sector empresarial. Una extraña alianza con el gobierno estatal, de
extracción panista, terminó de complicar el panorama y derivó en una huelga en
la que participaron más de 30 mil trabajadores.
La justa indignación de los
trabajadores se topó con contrapartes que no supieron actuar en la nueva
realidad y esperaban que la solución llegase desde el centro del país. La
huelga es sólo el desenlace natural frente a la antidemocracia y a liderazgos
acostumbrados a todo, menos a atender las necesidades de sus agremiados.
El viejo sindicalismo, al igual que
fuerzas que actúan en el ámbito político-electoral, no atina a actuar en el
nuevo escenario, porque desde hace décadas se han negado a modernizar sus
estructuras y sus prácticas.
La próxima aprobación de la reforma
laboral los meterá en más problemas, pues son como un viejo animal que no puede
aprender a actuar de otra manera. La nueva legislación laboral apuntalará
nuevas maneras de hacer y expresiones como justicia laboral, libertad sindical
y negociación colectivas, tendrán que dejar de ser sólo expresiones huecas que
los líderes usan mientras firman contratos de protección y mantienen el control
de los trabajadores con prácticas gansteriles.
En el
conflicto laboral de Matamoros, algunos
actores han querido ver la mano de “agitadores” y han echado manos de acusaciones
propias de la guerra fría. Se niegan a ver que en este, como en otros
conflictos por venir en el ámbito laboral, lo que está es la terrible
desigualdad que padecemos.
Un informe reciente de la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) da luces sobre el fondo del
conflicto. Dice la CEPAL que el año pasado la concentración de la riqueza
siguió creciendo. En un análisis que incluye datos de México, Chile y Uruguay,
el organismo de Naciones Unidas sostiene que en los últimos tres lustros se ha
mantenido sin cambios el índice de reducción de la desigualdad. El nuestro es,
según el estudio de la CEPAL, el país más desigual de entre los mencionados.
El organismo señala que es preciso
reforzar “políticas de inclusión laboral y políticas de inclusión social que
permitan erradicar la pobreza y disminuir la desigualdad”.
La reforma profunda del mundo del
trabajo es una condición necesaria para avanzar en el camino que traza la
CEPAL. Y no será posible en tanto prevalezcan liderazgos que invierten su
tiempo buscando amparos, o mientras la representación colectiva de los
trabajadores esté en manos de ese cascarón llamado Congreso del Trabajo, un
órgano que reúne a 53 líderes que sólo se dedican a gozar de sus riquezas
obtenidas malamente a costa de los trabajadores.
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