miércoles, 30 de enero de 2019

Venezuela y el Fin del Imperio.


Por Guadalupe Correa-Cabrera.

Inmediatamente después de que Donald Trump anunciara la reapertura (temporal) del gobierno de Estados Unidos—aceptando de manera tácita el fracaso de sus planes para obtener los recursos necesarios para la construcción de su muro fronterizo—la atención en la esfera pública mundial se traslada hasta la región andina en el continente americano. En un momento muy conveniente para el presidente estadounidense, después de una derrota política contundente que pone en jaque a la economía y a todo el sistema político de la Unión Americana, Trump anuncia que su país apoya al opositor Juan Guaidó, quien se autoproclama “presidente encargado” de la aún “República Bolivariana de Venezuela”.

Con esta acción se desconoce la autoridad de Nicolás Maduro y se pone a prueba una vez más la estabilidad del régimen bolivariano y del país en general. Y así los ojos del mundo viran de lo que parece ser el principio del ocaso de un imperio (reflejado en una extrema polarización social y el cierre del gobierno estadounidense más prolongado en la historia) hacia la lucha de las potencias mundiales por el control de los recursos naturales estratégicos, en este caso, el petróleo. La reacción al apoyo que vuelve a brindar Estados Unidos a la oposición venezolana no se hizo esperar esta vez. La mayor parte de los países latinoamericanos y otras potencias del Occidente se mostraron rápidamente abiertos a reconocer a Guaidó, apoyando de esta manera un golpe de estado de facto contra el gobierno actual de Venezuela.

Más allá de la discusión sobre la naturaleza de esta acción, su constitucionalidad y sus benévolos objetivos para supuestamente restaurar la democracia en el país andino, vale la pena discutir lo que significa esto en el contexto de la nueva configuración de la geopolítica mundial. El intento de golpe de estado en Venezuela—que se manifiesta a través de diversas acciones en los últimos días—se da en nombre de la democracia, cuando lo que parece estar realmente en juego son otras cosas: el liderazgo político a nivel mundial y el control de los recursos naturales en el país con mayores reservas probadas de petróleo en el mundo.

Sabemos que Estados Unidos lleva ya tiempo conversando con representantes de la oposición venezolana para eventualmente retomar el liderazgo “moral” y económico de este país latinoamericano que les es clave. Los intentos recientes de desestabilización e incluso de golpe de estado (como el de 2002 contra el Presidente Chávez) no han fructificado a la fecha, a pesar de la prologada crisis que tiene sumida a la nación andina en la miseria y provoca el desplazamiento forzado de miles de venezolanos. Podría ser que los tiempos hayan cambiado y la presión internacional haga que Maduro se vaya. Sin embargo, esto no es aún del todo claro. La ecuación se torna cada vez más complicada para Estados Unidos y sus aliados en el Occidente.

El nombramiento de Elliott Abrams por Trump como enviado especial del gobierno estadounidense para Caracas, no parece representar de ninguna manera un esfuerzo por reestablecer la democracia en Venezuela, ni por contribuir a facilitar un diálogo pacífico entre las dos fuerzas que se pelean el control político de la nación. Lo de Abrams más bien parece ser una señal por parte del gobierno de Trump de lo que puede y es capaz de hacer en la región. El papel de este político neoconservador y ex-diplomático ha sido nefasto para la paz y la democracia en América Latina. Él es pieza clave de un intervencionismo estadounidense en la región que solo ha causado violencia y muerte.

El nombramiento de Abrams parece llevar una línea muy clara que es recordar al resto del mundo la Doctrina Monroe: “América para los americanos”. Y éste es el mensaje que parece querer dar Trump a sus adversarios en la escena internacional. Es importante considerar que China y Rusia negaron su apoyo a Guaidó. Es preciso reflexionar sobre lo que esto representa. Rusia ha sido más vocal, pero China es el principal acreedor de Venezuela y tiene enormes intereses en la región.

Los tiempos han cambiado. Como diría el filósofo y poeta francés Paul Valéry: “El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que solía ser”. Estados Unidos parece encontrarse debilitado en muchos sentidos, con una sociedad extremadamente polarizada y un rechazo monumental hacia su presidente (bien ganado) como nunca antes en su historia. Los imperios se destruyen desde dentro y la receta perfecta incluye feroces luchas internas. Al dividir se vence. La Rusia de Putin parece estar más cohesionada que nunca y parece estar dispuesta a dividir a Estados Unidos y a vencer después de su derrota en la primera Guerra Fría. China no habla, inteligentemente avanza y actúa.

Maduro no está derrotado aún, aunque pueden (y quizás deban) cambiar las cosas en su país. Lo que está en juego aquí no es la democracia venezolana ni los venezolanos, sino el control del oro negro y el liderazgo político mundial. Con Maduro o con Guaidó (o con Leopoldo López quien se encuentra detrás del autoproclamado Presidente) sería lo mismo; el pueblo venezolano pareciera no importar en esta lucha intestina por el poder. Vivimos una gran tragedia al final, con los venezolanos en medio, como soldados o como carne de cañón. Recordemos que los imperios modernos ya no pelean las guerras en sus territorios. Por eso hacen falta los muros, para protegerse de las guerras que patrocinan fuera de sus fronteras.

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