Por Guadalupe
Correa-Cabrera.
Inmediatamente
después de que Donald Trump anunciara la reapertura (temporal) del gobierno de
Estados Unidos—aceptando de manera tácita el fracaso de sus planes para obtener
los recursos necesarios para la construcción de su muro fronterizo—la atención en la esfera pública mundial
se traslada hasta la región andina en el continente americano. En un momento
muy conveniente para el presidente estadounidense, después de una derrota
política contundente que pone en jaque a la economía y a todo el sistema político
de la Unión Americana, Trump anuncia que su país apoya al opositor Juan Guaidó,
quien se autoproclama “presidente encargado” de la aún “República Bolivariana
de Venezuela”.
Con esta acción se desconoce la
autoridad de Nicolás Maduro y se pone a prueba una vez más la estabilidad del
régimen bolivariano y del país en general. Y así los ojos del mundo viran de lo
que parece ser el principio del ocaso de un imperio (reflejado en una extrema
polarización social y el cierre del gobierno estadounidense más prolongado en
la historia) hacia la lucha de las potencias mundiales por el control de los
recursos naturales estratégicos, en este caso, el petróleo. La reacción al
apoyo que vuelve a brindar Estados Unidos a la oposición venezolana no se hizo
esperar esta vez. La mayor parte de los países latinoamericanos y otras
potencias del Occidente se mostraron rápidamente abiertos a reconocer a Guaidó,
apoyando de esta manera un golpe de estado de facto contra el gobierno actual
de Venezuela.
Más allá de la discusión sobre la
naturaleza de esta acción, su constitucionalidad y sus benévolos objetivos para
supuestamente restaurar la democracia en el país andino, vale la pena discutir
lo que significa esto en el contexto de la nueva configuración de la
geopolítica mundial. El intento de golpe de estado en Venezuela—que se
manifiesta a través de diversas acciones en los últimos días—se da en nombre de
la democracia, cuando lo que parece estar realmente en juego son otras cosas:
el liderazgo político a nivel mundial y el control de los recursos naturales en
el país con mayores reservas probadas de petróleo en el mundo.
Sabemos que Estados Unidos lleva ya
tiempo conversando con representantes de la oposición venezolana para
eventualmente retomar el liderazgo “moral” y económico de este país
latinoamericano que les es clave. Los intentos recientes de desestabilización e
incluso de golpe de estado (como el de 2002 contra el Presidente Chávez) no han
fructificado a la fecha, a pesar de la prologada crisis que tiene sumida a la nación
andina en la miseria y provoca el desplazamiento forzado de miles de
venezolanos. Podría ser que los tiempos hayan cambiado y la presión
internacional haga que Maduro se vaya. Sin embargo, esto no
es aún del todo claro. La ecuación se torna cada vez más complicada para
Estados Unidos y sus aliados en el Occidente.
El nombramiento de Elliott Abrams por
Trump como enviado especial del gobierno estadounidense para Caracas, no parece
representar de ninguna manera un esfuerzo por reestablecer la democracia en
Venezuela, ni por contribuir a facilitar un diálogo pacífico entre las dos
fuerzas que se pelean el control político de la nación. Lo de Abrams más bien
parece ser una señal por parte del gobierno de Trump de lo que puede y es capaz
de hacer en la región. El papel de este político neoconservador y
ex-diplomático ha sido nefasto para la paz y la democracia en América Latina.
Él es pieza clave de un intervencionismo estadounidense en la región que solo
ha causado violencia y muerte.
El nombramiento de Abrams parece
llevar una línea muy clara que es recordar al resto del mundo la Doctrina
Monroe: “América para los americanos”. Y éste es el mensaje que parece querer
dar Trump a sus adversarios en la escena internacional. Es importante
considerar que China y Rusia negaron su apoyo a Guaidó. Es preciso reflexionar
sobre lo que esto representa. Rusia ha sido más vocal, pero China es el
principal acreedor de Venezuela y tiene enormes intereses en la región.
Los tiempos han cambiado. Como diría
el filósofo y poeta francés Paul Valéry: “El problema de nuestros tiempos es
que el futuro ya no es lo que solía ser”. Estados Unidos parece encontrarse
debilitado en muchos sentidos, con una sociedad extremadamente polarizada y un
rechazo monumental hacia su presidente (bien ganado) como nunca antes en su
historia. Los imperios se destruyen desde dentro y la receta perfecta incluye
feroces luchas internas. Al dividir se vence. La Rusia de Putin parece estar
más cohesionada que nunca y parece estar dispuesta a dividir a Estados Unidos y
a vencer después de su derrota en la primera Guerra Fría. China no habla,
inteligentemente avanza y actúa.
Maduro no está derrotado aún, aunque
pueden (y quizás deban) cambiar las cosas en su país. Lo que está en juego aquí
no es la democracia venezolana ni los venezolanos, sino el control del oro
negro y el liderazgo político mundial. Con Maduro o con Guaidó (o con Leopoldo
López quien se encuentra detrás del autoproclamado Presidente) sería lo mismo;
el pueblo venezolano pareciera no importar en esta lucha intestina por el
poder. Vivimos una gran tragedia al final, con los venezolanos en medio, como
soldados o como carne de cañón. Recordemos que los imperios modernos ya no
pelean las guerras en sus territorios. Por eso hacen falta los muros, para
protegerse de las guerras que patrocinan fuera de sus fronteras.
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