Por Jorge
Javier Romero Vadillo.
Nadie que
sepa leer encontrará en la minuta de reforma constitucional enviada por la
Cámara de Diputados al Senado para crear la Guardia Nacional lo que el diputado
Mario Delgado, líder de la mayoría, pretende que leamos: que se trata de el
paso definitivo para el regreso de los militares a los cuarteles y para la
creación de un cuerpo de policía civil. Por el contrario, todo el sentido de la
reforma impulsada con ahínco por el presidente de la República es el de
institucionalizar el control militar del cuerpo federal encargado de la
seguridad pública: fuero, disciplina, control de carrera y control operativo;
el secretario de Seguridad Pública y el director civil de la corporación no
serán, de aprobarse el engendro, más que meros gerentes de una Guardia Nacional
formada por soldados y marinos, comandada por generales y almirantes.
¿Cómo fue
que llegamos a este punto? Sin duda, fue la fallida guerra contra el
narcotráfico de Felipe Calderón, con el despliegue territorial del ejército y
la marina para enfrentar a la delincuencia organizada la que devolvió a las
fuerzas armadas el papel de actores políticos deliberantes que habían perdido
casi por completo desde la década de 1940. La patente incapacidad de Enrique
Peña Nieto durante su presidencia para cambiar el rumbo consolidó la
recuperación del poder militar y ahora todo parece indicar que López Obrador ha
decidido sustentar su presidencia en un pacto político de suyo opaco con el
alto mando castrense.
La
relevancia que a partir de 2006 han ido adquiriendo los militares en la vida
del país significa un gran retroceso en el proceso gradual y accidentado de
transformación del Estado mexicano en una organización garante de un orden
social abierto. El control político civil de los ejércitos es uno de los pasos
esenciales para transitar de un Estado “natural”, al servicio de coaliciones
estrechas de intereses, que ofrecen protección solo a ciertos grupos
privilegiados, a un Estado que brinda su protección y sus servicios al conjunto
de la población y que elimina las barreras de entrada a las organizaciones
sociales, políticas y económicas que existen en las sociedades complejas.
Son los
órdenes sociales de acceso abierto los que generan las condiciones para el
crecimiento económico sostenido y para distribuciones menos desiguales de la
riqueza, mientras que los Estados “naturales” son fuentes de privilegios,
ventas de protección a grupos particulares y de control clientelista de las
demandas sociales, con crecimientos económicos discontinuos y grandes niveles
de desigualdad.
El Estado
mexicano nació en el último tercio del siglo XIX como un orden social de acceso
limitado, al igual que todos los del mundo a lo largo de la historia. Fue
después de la revolución, como resultado de los pactos políticos de 1929, 1938
y 1946, cuando ese orden alcanzó su madurez: con enormes barreras
proteccionistas que privilegiaban a grupos de interés específicos, con un
férreo control sobre las organizaciones sociales y con infranqueables barreras
de entrada a la organización política. Con todo, aquel Estado, el de la época
clásica del PRI, fue avanzando gradualmente hacia mayores grados de apertura,
gracias a que sentó algunas de las bases indispensables para el tránsito de un
tipo de orden social al otro.
Con todas
sus contrahechuras, el régimen del PRI puso los cimientos para la construcción
de un orden social abierto. A pesar de las enormes barreras proteccionistas en
lo económico, lo político y lo social que lo caracterizaban, dio pasos notables
hacia la autonomía estatal respecto a los intereses particulares. El más
importante de todos ellos fue el sometimiento de las fuerzas armadas al control
político civil.
Un ejército
que había fundado el orden estatal en una guerra civil de larga duración y que
se había empeñado en ser factor determinante de la política, cuyos jefes y
oficiales habían usado su poder armado para beneficiarse personalmente y para
hacer negocios a través de la venta de protecciones particulares a los grupos
generadores de rentas durante las dos décadas posteriores al final del
conflicto armado, acabó aceptando casi por completo el control civil. Mantuvo
el control sobre el nombramiento de sus mandos, pero se replegó como actor
político deliberante a partir del pacto político de 1946.
Las
condiciones de aquel pacto le permitieron a los jefes de las fuerzas armadas el
mantenimiento de algunas parcelas de venta de protecciones particulares y les
permitieron seguir haciendo negocios, además de que se les protegió por
completo del escrutinio público, pero durante toda la época clásica del régimen
del PRI y hasta que Calderón los sacó de sus cuarteles para desplegarlos por
todo el territorio, se mantuvieron en un lugar discreto, aun cuando en
ocasiones fueron usados por el poder civil para contener las protestas sociales.
Mientras que
durante esa misma época en toda América Latina los militares eran los grandes
componedores de la política y los principales articuladores de las coaliciones
oligárquicas, que con frecuencia se hacían con el control directo de la toma de
decisiones y usaban la fuerza para controlar a las movilizaciones sociales, en
México los militares estuvieron al margen de la política. No hubiera sido
complicado que los gobiernos civiles producto del pacto pluralista de 1996
dieran los siguientes pasos para consolidar el control civil: secretarios de
Defensa civiles y reducción de su actuación en tareas de seguridad y protección
civil. Pero Calderón dio al traste con esa ruta y ahora López Obrador se empeña
en darles todo el poder legal para que sean las fuerzas armadas las que
controlen directamente todos los ámbitos de la seguridad federal, aunque con el
uniforme de la Guardia Nacional.
Lo que
resulta paradójico y desconcertante es que sea el PRI, partido que nació en
1946 del pacto con el que las fuerzas armadas pasaron a un segundo plano, el
que se haya prestado para formar la mayoría calificada necesaria para la
reforma constitucional, al menos en la Cámara de Diputados. El partido que
llevó a México por la ruta civilista ahora se convierte en el aliado para
devolver a los militares un poder ingente. Es cierto que la historia nunca es
lineal, y que no existe un proceso predeterminado de avance social, pero lo que
está a punto de aprobarse en el Senado representa un retroceso de casi un
siglo. Todavía los senadores del PRI pueden tener un gesto de congruencia con
su propia historia.
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