Raymundo
Riva Palacio.
La relación
de los medios de comunicación con el presidente Andrés Manuel López Obrador es
cada vez más difícil. Se esperaba que sus conferencias de prensa mañaneras iban
a ser un instrumento útil, donde transmitiría un mensaje sin intermediarios a
sus gobernados y, al alimón, respondería las dudas de quienes procesan,
ordenan, contextualizan y jerarquizan sus declaraciones, los medios de
comunicación. Las cosas no han salido como se esperaba, quizás más frustrante y
decepcionante para los medios que para él –quien finalmente cumple el objetivo
de ocupar la mayoría de los espacios la mayoría del tiempo–, aunque en la
última semana el presidente mostró señales de molestia con periodistas y subió
el tono de sus insultos.
Varios
periodistas lo han confrontado por la forma como estigmatiza y polariza a los
medios, utilizando como peyorativos los calificativos de “fifís” y
“conservadores”, y cada vez los medios le exigen respuestas a sus preguntas, no
evasivas ni ataques. Las cosas apuntan a que empeorarán. Las advertencias sobre
la polarización que crea el discurso del presidente contra medios y periodistas
–algunos de los cuales identifica por nombre–, reflejo de su mecha corta y su
carácter excluyente contra quien no esté incondicionalmente con él, van
creciendo. Él se defiende: es su derecho de réplica.
La semana
pasada el periodista Ciro Gómez Leyva abrió un debate en Radio Fórmula, donde
varios abogados hablaron sobre este derecho. Dos posiciones reflejan la
complejidad del tema. Por un lado, Fernando Gómez Mont, exsecretario de
Gobernación, dijo que el presidente sí tiene derecho a la libertad de
expresión, como reclama López Obrador, pero en momentos y espacios donde sea
ciudadano y no en un marco institucional –como las mañaneras–, aunque en ningún
espacio está facultado para dañar la moral de terceros. Daniel Cabeza de Vaca,
exprocurador general, afirmó que el presidente tiene la obligación moral de
hacerlo “en esta nueva dinámica” que vive nuestra sociedad.
Una tercera
visión que cabe a partir de un concepto asimilado en el mundo pero poco
debatido en México –de ahí la falta de bibliografía sobre el tema–, es que el
presidente no tiene los mismos derechos que un ciudadano, en donde entran por
definición los periodistas, más allá de la función social que realizan. Robert
Sharp, un activista por la libertad de expresión en el capítulo inglés de PEN,
una organización internacional de escritores, escribió en diciembre de 2016
sobre el presidente Donald Trump, que si bien la protección de la Primera
Enmienda lo ampara, las restricciones sobre la libertad de expresión para un
presidente son distintas a la de los ciudadanos.
Un caso
básico es sobre los límites de la libertad. Si un ciudadano sin cargo público
incita a la violencia, lo que es un delito, puede ser detenido y llevado ante
la justicia, pero la policía no puede aprehender al presidente ni un juez
procesarlo. “La libertad de expresión del presidente está constreñida a las
realidades de la política”, apuntó Sharp. “La mayoría de los políticos están
constreñidos por la cortesía y por aquellas políticas que se consideren
aceptables por el electorado”. Esta línea, ciertamente, es muy tenue por la
subjetividad que implica y por el tipo de formación del político. El presidente
Barack Obama, recordó Sharp, se contuvo varias veces de hablar lo que pensaba para
no ofender a un grupo de ciudadanos, lo que Trump, que no es político y que
busca la controversia para elevar la atención en el tema que le interesa, no
está acotado por esta consideración política. López Obrador se encuentra en
esta categoría.
Es un presidente
al que los parámetros de la presidencia, el gobierno y las instituciones le
estorban para gobernar, y su interacción con los medios y periodistas, cuando
no se trata de utilizarlos como vehículos de propaganda, se convierten en un
obstáculo enfadoso. Trump ha sido consistente en su hostilidad hacia los
medios. En un artículo publicado en el portal del Poynter Institute en enero de
2018, Indira A.R. Laksmanan recordó que ningún presidente disfruta la mirada
crítica de los medios. “Pero ningún presidente antes de Trump se había
enfrascado en una guerra con la prensa como esta, refiriéndose despectivamente
de los periodistas como ‘mentirosos’, ‘vendedores de falsedades’ y ‘enemigos
del pueblo’”.
Trump no ha
argumentado, como López Obrador, el derecho de réplica. En una sociedad madura,
el jefe de la Casa Blanca sería severamente criticado y puesto en la frontera
de violaciones constitucionales. En México es distinto. El derecho de réplica
del presidente, sea López Obrador o no, se puede dar dentro de los límites de
la ley cuando un medio o un periodista dañen su reputación y fama pública como
individuo, por ejemplo, con difamaciones o calumnias, o se entrometan en su
vida privada. Pero cuando la crítica es sobre acciones y decisiones que afectan
a la sociedad en su conjunto, sobre los abusos y excesos de poder, ese derecho
–que no lo limita a responder con datos y argumentos– queda limitado al no ser
equitativo.
Todas las
mañanas tiene un atril para lanzar infundios contra los medios y periodistas,
con una exposición nacional que amplifica la forma como los mancilla con
impunidad, porque nadie más tiene el mismo espacio para replicarlo. La libertad
de expresión del presidente no contempla la provisión para denigrar a los
medios, ni estimular con sus palabras linchamientos. Se puede argumentar que
está en los linderos de violar la Constitución, que señala que “es inviolable
la libertad de difundir opiniones, información e ideas”, y de manera indirecta,
por intimidación, rompe la línea de la legalidad al empujar la previa censura.
El achicamiento de las libertades es real.
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