Raymundo Riva Palacio.
La polarización política llegó al absurdo, generosamente
hablando. Un comando asesinó a 13 personas en un bar de Minatitlán –incluido un
niño de un año– el Viernes Santo, y la arena pública se llenó de escupitajos.
Cierto, el presidente Andrés Manuel López Obrador contribuyó el Sábado de
Gloria con un galimatías donde no habló del crimen, sino flageló con citas
bíblicas a quienes lo acusaron de tirano por violar la Constitución. Pero la
tragedia mexicana no comienza ni termina con él. Minatitlán es la síntesis del
colapso de la seguridad que dejó el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto,
y la ingenuidad de López Obrador al proclamar el fin del combate al crimen
organizado como vía de la pacificación nacional.
Hace tiempo se perdió el control en Minatitlán, que quedó en
manos de dos cárteles de la droga en pugna. Y desde hace unos cinco años, los
asesinatos en las cantinas de Minatitlán, Coatzacoalcos y municipios en esa
zona, son comunes. Las autoridades federales trabajan las principales líneas de
investigación, que atraviesan los dos factores señalados. La principal
hipótesis detrás de la matanza es el huachicol. Todos los días, reportan
lugareños, hay robos de pipas en la carretera Coatzacoalcos-Cosoloacaque, que
pasa junto a Minatitlán, que son desviadas hacia cantinas en la zona del
aeropuerto, que es donde se encuentran los depósitos clandestinos
huachicoleros.
Las autoridades federales están investigando la probable
acción de miembros del Cártel Jalisco Nueva Generación, a quienes se les han
ido sumando en los últimos tiempos antiguos asesinos de Los Zetas, con los que
hoy se enfrentan en Veracruz. Pero el fenómeno tiene componentes más graves de
lo que la violencia y la lucha por la plaza en sí mismo significan. La diáspora
criminal y el realineamiento de los cárteles que ha provocado la espiral de
violencia galopante en Veracruz, dicen funcionarios federales, está relacionada
con acciones y omisiones en las que incurrió el aparato de seguridad en el
gobierno de Peña Nieto.
Un diagnóstico federal subraya el relajamiento en las medidas
de seguridad en los penales y la falta de renovación de los equipos de
seguridad, que tuvieron como su mejor ejemplo las condiciones para que Joaquín
El Chapo Guzmán escapara de El Altiplano en 2015. Según la evaluación, esto
sucedió dentro de las áreas de beneficios de libertad del Órgano Administrativo
Desconcentrado para Prevención y Readaptación Social, que dependía de la
Secretaría de Gobernación, donde se mantuvo a oscuras a la PGR cuando un
delincuente de alta peligrosidad iba ganando amparos, como sucedió con Rafael
Caro Quintero, uno de los jefes del Cártel de Guadalajara, antecesor del Cártel
de Sinaloa, en 2013.
Las autoridades federales han encontrado que la falta de
reforzamiento de causas penales, particularmente de miembros de ese cártel
llamado hoy Pacífico, y de su brazo armado, el Cártel Jalisco Nueva Generación,
y de Los Zetas, se dio a través de un entramado de despachos de penalistas, con
aparentes conexiones con funcionarios en el gobierno de Peña Nieto y dentro del
Poder Judicial, por lo que las autoridades revisan la probable participación
ilegal de despachos de penalistas con presuntas vinculaciones con Humberto
Castillejos, que fue consejero jurídico del presidente Peña Nieto, y de una red
de secretarios de acuerdos en los circuitos de Jalisco, Estado de México y
Tamaulipas.
Lo que se ha venido encontrando es el desmantelamiento del
sistema de impartición de justicia federal, que benefició en Veracruz al Cártel
Jalisco Nueva Generación y a Zetas que estaban presos, cuya liberación y
posterior incorporación al Cártel del Pacífico hizo que la violencia se
intensificara en ese estado. Varias declaraciones del presidente López Obrador
sobre el Poder Judicial y actos de impunidad tienen en esos hallazgos su razón
de ser. Pero sus declaraciones en este sentido son amagos sin acciones
concretas. En otro sentido, han sido un bálsamo para los criminales, y un
perdón implícito para los responsables de la negligencia.
La explicación es que López Obrador está en una lógica que no
es combatir a los cárteles. Desde diciembre de 2017, antes de la campaña
presidencial, anunció una amnistía para narcotraficantes, y aunque la promesa
la ha ido matizando los cárteles reaccionaron, incluso buscando el Cártel
Jalisco Nueva Generación un acuerdo con él, del que no se sabe qué curso tomó.
En todo caso, ya como presidente, López Obrador proclamó desde Palacio
Nacional, en febrero, el fin de la guerra contra el narcotráfico y que cesaría
la persecución a los jefes de los cárteles. Es decir, una amnistía disfrazada
porque, razona, los criminales no son malos del alma, sino que las condiciones
económicas los empujaron a ello.
Las cifras históricas de homicidios dolosos en su gobierno
son la respuesta a lo que aparenta ser una ingenuidad política. La pregunta es
si realmente es inocencia o, como sugieren en su equipo, pretende regresar al
statu quo de principio de los 80, donde un cártel domine el país y coadyuve a
la pacificación. No obstante, las condiciones son radicalmente distintas en
cuanto a la naturaleza del mercado de las drogas y la composición de las
organizaciones criminales trasnacionales.
Pactar de facto con el Cártel del Pacífico para que el Cártel
Jalisco Nueva Generación y Los Zetas limpien el país de narcomenudistas,
secuestradores, extorsionadores y asesinos en las esquinas, no será nunca la
solución. Regresar el país a los 80 en materia de seguridad es un disparate, y
Minatitlán es un recordatorio que su propuesta, impunidad a los responsables
directos del desastre y una política con los cárteles de dejar hacer y dejar
pasar, es inviable y fallida por donde se vea –como se está viendo.
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