Salvador Camarena.
En cuestión de horas supimos de dos hórridas masacres (aquí
aplica la reiteración). Casi tres mil kilómetros separan a Caborca, Sonora, de
San Mateo del Mar, Oaxaca. Pero tan disímbolas poblaciones fueron hace días
escenario de la descomposición criminal que, con o sin pandemia, carcome al
país. ¿Hasta cuándo seguirá eso?
Una decena de cuerpos fueron abandonados en una carretera
sonorense. Las imágenes de un viajero nos muestran que en la violencia estamos
como frente al Covid-19: todos los días, desde hace como 15 años, son iguales,
porque todos los días pueden aparecer, sin que nadie se entere luego de mayor
cosa, un montón de cadáveres, una pila de muertos que son reflejo del poderío
de un grupo criminal y de la debilidad de las instituciones.
Miles de kilómetros al sur, en la región del Istmo, 15
personas tendrán una muerte violenta que incluirá no sólo las balas, sino
torturas y fuego. Ahí no hubo levantón o clandestinidad. Sino un ataque
frontal: salvajismo que nos recuerda que la ley es un concepto carente de
significado tanto para víctimas que reclaman derechos como para victimarios que
se sienten con la capacidad de usurparla sin disimulo.
Mucho antes de que un coronavirus pusiera a México entre la
espada (contagios masivos) y la pared (la debacle económica), nuestro país se
desentendía de su verdadero problema. Una nación sin imperio de la ley, sin
justicia, donde campea la impunidad e impone sus reglas el crimen, organizado o
por organizarse. Una nación que no es normal, aunque luego quiera sentarse en
la mesa de los grandes países.
Antes de las dos masacres, un juez federal y su esposa fueron
acribillados a las puertas de su domicilio y frente a sus hijas, de escasa
edad. ¿Hace falta decir más para enfatizar que eso es una atrocidad intolerable
en una sociedad moderna?
Si no hubiera pandemia, ¿habría manifestaciones de
indignación y reclamo de justicia frente a las noticias de estos crímenes? Es
fácil decir sin temor a equivocarse que probablemente no. Que serían noticias
pasajeras. Cómo pensar que eso iba a convulsionar a una sociedad que convive
desde hacer meses con un Guanajuato en manos de los criminales, con un Jalisco
lleno de fosas, con una Ciudad de México capturada desde tepitos, uniones y penales,
desde un Tamaulipas perdido, un Veracruz ingobernable, un Guerrero capturado,
un Quintana Roo en manos de mafias, un narcotráfico imparable, redes de
extorsión rampantes, asesinatos al alza mes con mes.
Desde tiempos de Peña Nieto se perdió el mediano control de
la violencia que en un momento –breve, es cierto– pareció lograrse al final del
calderonismo. Y la llegada del nuevo gobierno, con sus reuniones madrugadoras y
su creación de un cuerpo policial militarizado, no ha significado la mínima
diferencia: los grupos criminales gozan de cabal salud.
Esta cuarentena, este encierro, ha mandado a sus casas a
mucha gente. Ha representado una amenaza a la salud pública. En cosa de cinco
meses el virus matará a casi la misma gente que los criminales en un año. Pero,
sea como sea, la pandemia pasará. En unos meses, o en cosa de un año. Por la
llegada de medicinas, de vacuna o de contagio masivo. Pero se irá.
Lo que no se va a ir es el poderío criminal. Que no ha parado
ni en pandemia. Que provoca masacres lo mismo en Caborca que en Oaxaca que en
Celaya. Y que nos obliga a reformular la pregunta del primer párrafo, ya no
preguntemos ¿hasta cuándo durará esto?, sino ¿hasta cuándo puede seguir eso?
Hasta cuándo sin amenazar la vigencia de eso llamado México.
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