Salvador Camarena.
Esta semana ocurrió un evento destacable. Parte del Estado
mexicano ofreció una disculpa pública a las indígenas Jacinta Francisco
Marcial, Teresa González y Alberta Alcántara.
Hay que destacar el papel jugado para tal ocasión por el
procurador General de la República, Raúl Cervantes.
Porque Cervantes hizo mucho más que acatar una resolución
judicial que le ordenaba, en su calidad de actual titular de la PGR, ofrecer
disculpas a las indígenas otomíes que fueron injustamente detenidas y
procesadas en agosto de 2006.
Cervantes permitió que el formato del acto de desagravio
para estas víctimas fuera uno en el que ellas se apoderaron del evento.
Gracias a ello, no asistimos a un trámite oficial ni a un
acto relleno de formalismos. Las voces de las víctimas dotaron de sentido la
disculpa de la PGR. Punto para el procurador.
Y sin embargo, algo faltó a ese evento de desagravio del
martes.
Porque como apunté al inicio de la columna, sólo parte del
Estado mexicano ofreció la necesaria disculpa por la atrocidad legaloide que
mantuvo presas más de tres años a doña Jacinta, y cuatro años a Teresa y a
Alberta.
Lo que faltó, y no es cosa menor, en el acto de desagravio
del martes fue la voz del Poder Judicial pidiendo perdón a las tres indígenas.
Porque la injusticia cometida durante varios años en contra
de estas indígenas, a las que se acusó de secuestrar a seis policías federales,
lo cual era una tontería evidente desde el primer día, esa injusticia no pudo
haber ocurrido sólo gracias a fiscales obtusos, que fabricaron un expediente
ilógico e irracional en contra de Jacinta, Teresa y Alberta.
Tal acusación debió haber sido desestimada por un juez digno
de ese nombre. Las tres indígenas, ya se sabe, fueron el chivo expiatorio de
una PGR sedienta de venganza luego de que unos policías se llevaran la peor
parte luego de un operativo sin fundamento y mal ejecutado en un tianguis
dominical en un poblado de Querétaro.
Meses después, Teresa, Alberta y Jacinta serían llevadas con
engaños ante el juez, quien nunca quiso ver la barbaridad de la causa. Ese
juez, entonces el cuarto de Distrito en Querétaro, lleva por nombre Rodolfo
Pedraza Longi y sigue en activo.
Pedraza Longi tuvo la testarudez de considerar como buenos
los argumentos de fiscales que aseguraron que esas indígenas eran
secuestradoras de policías. Y en un juicio plagado de fallas (por ejemplo no
hubo traductor para las acusadas), sentenció a las acusadas a 21 años de
prisión y un pago de una multa de 91 mil pesos.
Cabe recordar que la libertad de doña Jacinta se logró sólo
luego de una presión mediática abrumadora, que incluyó notas en la prensa
internacional, y gracias a la labor del Centro Miguel Agustín Pro, que tomó ese
caso cuando ya el daño estaba hecho.
Libre Jacinta, por desistimiento de la PGR, Teresa y Alberta
tuvieron que padecer la reposición del juicio, ordenada por un tribunal de
circuito.
El caso recayó de nuevo en Pedroza Longi, que no se movió ni
un centímetro en su ceguera jurídica y ratificó sin cambios las sentencias a
Teresa y Alberta.
Tuvo que intervenir la Suprema Corte de Justicia de la
Nación para corregir, en abril de 2010, a ese juez y decretar la inocencia, y
por tanto la libertad de Teresa y Alberta.
Siete años después llegaría la disculpa de la PGR. Bien por
el procurador Cervantes, pero nueva oportunidad perdida para el Poder Judicial,
que pudo haberse hecho presente y manifestar un mea culpa que le habría
honrado.
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