Jorge Javier Romero Vadillo.
La discusión sobre las iniciativas
para expedir una Ley de Seguridad Interior ha tendido a polarizarse, al menos
en los medios de comunicación, entre quienes consideran que la actuación de las
fuerzas armadas ha tenido un impacto importante sobre los derechos humanos y
las garantías constitucionales y aquellos que defienden la intervención del
Ejército y la marina con el argumento de que su actuación ha sido patriótica y,
por lo tanto, necesitan ser protegidas legalmente. Me parece que se trata de
una simplificación y que el debate debe ser sacado de ese terreno para
colocarlo en el de la evaluación de políticas, de manera que sea la evidencia
la que muestre si se debe o no continuar por la ruta inaugurada hace una década
por el Gobierno de Felipe Calderón o es indispensable dar un giro sustancial
para conseguir los objetivos buscados.
El primer problema que enfrenta este
planteamiento es que la política de operativos conjuntos con la participación
de las fuerzas armadas para combatir a la delincuencia organizada se echó a
andar sin un diagnóstico claro sobre la situación en la que se iba a intervenir
o, peor, con una interpretación equivocada o trucada. Más allá de salirle al
paso a la situación de pérdida de control territorial por parte del gobierno de
Michoacán, el despliegue de las fuerzas armadas en aquel estado no parece haber
estado acompañado de un diseño de política sobre lo que seguiría después, para
recomponer los cuerpos civiles de seguridad, reconstruir el tejido social y
conseguir una seguridad ciudadana efectiva, lo que sin duda pasaba por la
reconfiguración de la autoridad municipal con base en cuerpos burocráticos
profesionales, relativamente despolitizados capaces de limitar tanto la
depredación como la ineptitud de las autoridades electas. Lo que no se hizo en
Michoacán tampoco se hizo en casi ningún otro lado donde se metió a las fuerzas
armadas a recuperar el control territorial perdido a manos de la delincuencia.
Lo que acabó por ocurrir es que, una
y otra vez, se ha usado a las fuerzas armadas para sacar a las organizaciones
criminales de un sitio, pero cuando estas se retiran no cambia nada en la
estructura del poder civil y sus prácticas de gestión: las mismas formas
clientelistas, patrimonialistas y corruptas en las que se gestó la crisis
quedan después de la salida de los cuerpos que atendieron la emergencia; los
mismos cuerpos policiacos mal pagados y carentes de capacitación, las mismas
condiciones de marginación social y pobreza que han abaratado el reclutamiento
de las bandas, la misma falta de oportunidades.
La construcción de la ruta de salida
de la situación trágica en la que se encuentra el país hoy debe pasar, en
primer término, por una evaluación seria de lo que ha ocurrido en esta década
sangrienta. Primero, el Gobierno de Felipe Calderón hizo explícito y difundió
en su campaña publicitaria que lo hacían “para que la droga no llegue a tus
hijos”, eslogan repetido machaconamente durante tres años mañana, tarde y noche
en radio y televisión. ¿Se redujo en algo la disponibilidad de drogas gracias a
los operativos? La respuesta indudable es que no. Se dijo que el objetivo era
desmantelar a los carteles por medio de la captura o el “abatimiento” de sus
líderes. Sin duda, cayeron varios capos, detenidos o muertos, pero, como
cualquiera que haya estudiado economía y organización criminal sabe, mientras
exista una demanda estable de drogas, el descabezamiento de las organizaciones
solo lleva a que se desaten guerras de sucesión y se fragmenten los grupos,
mientras el tráfico acabará por restablecerse.
También se dijo que se trataba de
recuperar la seguridad de las personas en zonas que estaban bajo el control de
organizaciones que chantajeaban y cobraban derecho de piso, robaban y
secuestraban. En algunas regiones la población recuperó su seguridad, pero solo
a costa de otras que resultaron afectadas por el efecto globo, consistente en
que cuando se saca a un grupo criminal de alguna parte, este se desplaza a
otra. Sin duda ha habido experiencias relativamente exitosas en estos diez
años, pero son exactamente aquellas en las que se ha invertido en la
construcción de cuerpos de seguridad civiles profesionales y eficaces.
El dato más contundente sobre el
fracaso de la estrategia lo aporta el número de homicidios. Contra lo que
Calderón dijo entonces, en 2006 no había una crisis nacional de violencia. De
hecho, aquel fue el año más pacífico de toda la historia de México, con una
tasa de nueve homicidios por cada cien mil habitantes. Este sexenio va a cerrar
con 24 homicidios por cada cien mil habitantes, lo que significa un retroceso
de más de treinta años en reducción de la violencia.
Existen, así, elementos suficientes
para ver que estamos ante una estrategia de política pública fallida, que no ha
conseguido los objetivos planteados y que ha generado una oleada de violencia
sin precedentes. Entonces no tiene sentido expedir una ley para regularizar lo
que equivocadamente se ha hecho, de manera dudosamente legal, durante dos
lustros y dos gobiernos.
Mucho mejor harían los legisladores
y el gobierno en plantear una nueva ruta. Nadie en su sano juicio puede
plantear un cambio de política de la noche a la mañana, de golpe y porrazo. En
cambio, se debe diseñar la nueva estrategia con un calendario gradual de
sustitución. Una transformación modular, que empezara por hacer lo que no se ha
hecho: una revisión general de la política nacional de seguridad, para poner
recursos en el fortalecimiento y la reconstrucción de los cuerpos policiales
civiles. Para ello, nos deberían decir por qué abandonaron la construcción de
la gendarmería, cuál es el estado actual de la policía federal y cómo se
encuentran, estado por estado, las policías locales.
Habrá circunstancias en la que no
quede más remedio que enviar a las tropas a controlar una situación de
emergencia. Para ello se debería reglamentar el artículo 29 constitucional, de
manera que la suspensión de garantías no se haga arbitrariamente, como ocurre
hoy en Tamaulipas, sino con un mandato acotado aprobado por el Congreso de la
Unión, con estricta vigilancia legislativa y judicial y con la exigencia de
rendición pública de cuentas de lo obtenido.
Por último, es indispensable que se
definan las tareas de seguridad interior para las que, de acuerdo con el
artículo 89 constitucional el ejecutivo puede echar mano de las fuerzas
armadas. Estas deben quedar claramente delimitadas a la intervención en casos
de desastre natural, epidemias, sedición armada de carácter político o intento
de secesión por parte de una entidad federativa, de manera que se excluya
definitivamente su uso en tareas de seguridad pública, pues esa es una
responsabilidad de las autoridades civiles. Si un Gobernador o un alcalde es
incapaz de cumplir con esa tarea, que rinda cuentas ante sus electores y ante
la justicia.
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