Raymundo
Riva Palacio.
El hito de
que Andrés Manuel López Obrador ha tenido una evolución política lleva tres
semanas crujiendo. Tres elecciones presidenciales y sigue siendo el mismo de
siempre. Ha sido congruente y consistente, sin desviaciones ni matices. Es
cierto que el fundamentalista de 2006 se quedó en el pasado, pero la ruta
tomada desde 2012 para convencer a un electorado que le es antagónico y romper
su techo de 30 por ciento para tener los votos que le permitan llegar a Palacio
Nacional parece haber llegado a su fin, quizá porque la lectura prematura de
las tendencias de voto actuales le permite mostrarse como realmente es y sin
necesidad de hacer concesiones, y el electorado lo quiere como el hombre de la
contrarreforma, el estatista y con proyectos viejos vestidos de nuevos.
El 30 de
agosto de 2004, en esta columna –en ese entonces en El Universal–, se publicó
'El candidato', donde se hacía referencia a lo que había sucedido en la
víspera, cuando López Obrador, jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal,
presentó su proyecto de nación para 2006. En un manifiesto de 20 puntos dio a
conocer lo que llamó su 'proyecto alterno'. El discurso fue coreado y aplaudido
por decenas de miles de personas que acudieron al mitin, particularmente “el
perredismo enardecido y sus clientelas políticas” movilizadas para tal fin.
Lo que
presentó entonces López Obrador, sin embargo, fue un compendio de enunciados de
los qué y los por qué, pero nunca de los cómo, que es lo que volvió a hacer en
2012 y está haciendo en 2018. Desde 2006 ha presentado un catálogo de
intenciones, la gran mayoría de ellas imposibles de ser cuestionadas por nadie
–como reducir la desigualdad y combatir la corrupción–, pero con la debilidad
de la falta de claridad y consistencia en la forma de cómo aplicarlas. En
aquella columna, hace casi 15 años, se escribió lo que ahora le imputan: “No
hay ideas frescas e innovadoras en el discurso de arranque de campaña presidencial
de López Obrador. Hay insuficiencias y contradicciones. Peor aún, es una
combinación de ideas que abreva, seguramente sin estar enterado, mucho menos
aún quienes lo vitoreaban, de promesas de campaña de su eterno rival, Carlos
Salinas, líneas ideológicas de Luis Echeverría y José López Portillo, o
políticas específicas de su actual adversario, Vicente Fox...
“Entre sus
primeros puntos planteó su rechazo a la privatización de la industria eléctrica
o del petróleo, alegando que el costo de la gasolina es más alto en México que
en Estados Unidos. Tiene toda la razón en el dato frío. Lo que no aclaró es
que, de acuerdo con todos los estudios, es la falta de inversión en el sector
energético principal explicación para aquellos que apoyan la apertura la que
frena mayor competitividad y eficiencia, (así como) beneficio para los
consumidores. ¿Cómo lograr el primer objetivo cancelando el segundo? No lo
explicó. También soslayó una cifra espeluznante: el capital extranjero que
tanto asusta ha ido apoderándose a través de inversiones de más de 14 mil
millones de dólares de la industria y empresas mexicanas, mediante la compra de
activos. Es decir, mientras discutimos el sector energético, los mexicanos nos
estamos convirtiendo en empleados de extranjeros.
“Esta argumentación
es la que contradice lo que afirmó como una de sus principales máximas: ‘un
nuevo proyecto de nación debe proponer una alternativa capaz de aprovechar la
globalización, ejerciendo nuestra libertad para el bienestar nacional’. La
modernidad, manifestó en este sentido, debe ser ‘desde abajo’, que es
exactamente lo mismo que decía Salinas como precandidato, quien terminó
haciendo lo contrario. López Obrador dijo que habría que regresar a la política
de fomento industrial, que impulsaron fuertemente Echeverría, López Portillo y
con menor énfasis De la Madrid, con el propósito de reactivar la fuente de
empleos con un efecto multiplicador… Es indudable que ese diablillo keynesiano
que lleva adentro López Obrador… anima su política de bienestar social a costa
del erario, (que) lo contrapone con su otro postulado de ‘austeridad en todos
los niveles’ que es, precisamente, lo que no ha hecho con sus medidas
asistenciales y solidarias”. López Obrador criticó en aquella ocasión el modelo
económico neoliberal, y se opuso a toda imposición económica desde el
extranjero. Sin embargo, propuso aplicar una política de austeridad en todos
sus niveles, que por décadas impusieron el Fondo Monetario Internacional y el
Banco Mundial a los gobiernos mexicanos. Las contradicciones de sus
planteamientos jamás fueron resueltas, porque nunca realmente se le cuestionó
o, cuando se hizo, evadió responder –el ejercicio más refinado de sus batallas
electorales.
“En su
catálogo programático –se escribió entonces–, López Obrador dejó traslucir
nuevamente su filosofía del deber ser. Lo que quiere se fundamenta en lo ético,
en lo justo, en la buena voluntad. Esa es la nueva manera como se resuelven las
contradicciones del proyecto que esbozó y que acomoda los antagonismos, incluidos
aquellos que emanen de su propio pensamiento. Pero a López Obrador eso no debe
importarle mucho. Ha visto que no importa lo que diga, pues lo adoran y adulan,
y que es irrelevante el mañana porque con su presente ocupa todo el espacio”.
Nada nuevo
con el López Obrador de 2018. La diferencia notable es que hoy más gente quiere
votar por él que en 2006, dispuesta a un cambio, hacia donde sea, para sacar
del poder a un PRI que cohesionó la indignación nacional y un PAN que, a su
juicio, tuvo dos oportunidades y fracasó. El hito del castigo, hasta ahora,
está definiendo esta elección presidencial.
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