Raymundo
Riva Palacio.
Siempre,
como líder social, candidato presidencial, presidente electo y presidente
constitucional, Andrés Manuel López Obrador ha hecho el mismo diagnóstico sobre
las razones que llevaron a la violencia. Una semana antes de asumir la
presidencia, afirmó ante las Fuerzas Armadas en el Campo Militar No. 1, que la
inseguridad es producto de una “política económica antipopular y entreguista”,
que repitió textualmente el domingo en Veracruz, a propósito de la matanza en
Minatitlán. Igualmente ha reiterado la receta para acabar la violencia,
atacando sus causas con los programas de bienestar –empleo y educación para los
jóvenes– y tener en la Guardia Nacional la llave de la puerta de la
pacificación del país.
Con los
programas de bienestar, aclaró en su conferencia de prensa mañanera ayer lunes
desde Veracruz, se permitirá “alejar a los jóvenes del mal camino. Con su
atención se garantiza que no sean jalados por bandas del crimen organizado”. La
Guardia Nacional, dijo, “permitirá tener un mayor control de las regiones donde
se concentren y garantizarán la estabilización de la seguridad”. Todo esto
arropado en que “ya no existe colusión entre gobiernos y grupos de
delincuencia”. Está por verse, en el plazo de seis meses que él mismo
estableció para que se empiecen a notar los resultados de su estrategia de
seguridad.
¿Por qué
está obsesionado con establecer plazos en temas tan volátiles como la
seguridad? Sobre todo, ante su falta de claridad al respecto. En enero de 2018,
López Obrador dijo que, de llegar a la presidencia, disminuiría la delincuencia
“en muy poco tiempo”, dependiendo del crecimiento económico, la creación de
empleos y la aplicación de los programas de desarrollo social. En diciembre de
ese año, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo,
afirmó que los primeros resultados positivos se darían en los primeros 180 días
del gobierno. En febrero, matizó. Ya no sería en los primeros tres meses, sino
en los primeros seis, donde habría “un punto de inflexión en la tendencia
creciente”. En marzo se fue al otro extremo. Para terminar con la ola de
inseguridad, dijo, se necesitarían 360 mil policías y un plazo de 100 años. El
presidente ya estableció una nueva fecha: no será en febrero ni en mayo, como
prometía Durazo, sino en octubre, 10 meses después de iniciado su gobierno.
De antemano,
sobre la base de las experiencias, se puede adelantar que eso no sucederá, y
las variables señaladas por López Obrador no se cumplirán. En octubre pasado
dijo que el 70 por ciento de la estrategia radicaba en atender las causas
económicas, pero las expectativas de crecimiento no son promisorias y el empleo
formal ha disminuido. Pero aun si esto, para efectos de argumentación, fuera
superado, hay otros factores que sugieren que fracasará en sus tiempos. Uno es
la estacionalidad. En verano, en muchos países, los índices delincuenciales se
elevan por razones tan subjetivas, incluso, como el calor. Otro factor objetivo
es cómo bajar los índices, si la estrategia no toca al crimen de manera
reactiva, sino se concentra en la parte preventiva.
Esto es
correcto, siempre y cuando también se modifiquen los incentivos para delinquir.
Se necesitaría que el ingreso de un empleo formal superara al ingreso que deja
el negocio de las drogas, lo que se antoja imposible: un joven recluta de Los
Zetas empieza ganando casi 10 mil pesos por mes por el cobro de piso o de
extorsiones. Si lo hace bien, lo entrenan dos meses y le dan una esquina para
que venda droga y lo proveen de armas, con lo cual, si es exitoso, puede
triplicar sus ganancias en seis meses. Visto económicamente, no hay forma de
competir con un empleo formal.
Una manera
de orillarlos a la legalidad es eliminar los incentivos de la vida criminal,
que se daría atacando la impunidad. Sin embargo, la racional de López Obrador
es que no se debe criminalizar a quienes menos tienen, por tanto, un
narcomenudista no será perseguido. Bajo su lógica, Joaquín El Chapo Guzmán, que
ha declarado ante el Ministerio Público ser agricultor, sería un hombre libre
en México. Para el presidente, ser pobre o decirse pobre es salvoconducto para
cualquier conducta criminal.
De cualquier
forma, combatir la delincuencia per se, no es clave dentro de su estrategia.
López Obrador dijo en octubre que el 30 por ciento restante del modelo tenía
que ver con lo coercitivo, “para que se actúe con eficacia”, lo que significa,
si se entiende bien, la lucha contra la corrupción. Entonces, si un funcionario
no es corrupto, como dice de quienes forman parte de la cuarta transformación,
eso ya no existe. Ergo, la estrategia funcionará.
Los
discursos de López Obrador se inscriben en una realidad que no comparten muchos
de sus gobernados. Las principales diferencias estriban en la tensión de
argumentos cristianos del alma buena de los criminales, frente a quienes
pensamos que los discursos no persuaden ni doblegan delincuentes. El presidente
descalifica las visiones discordantes, pero pocas veces reflexiona sobre las
críticas, y prácticamente nunca rectifica.
López
Obrador está inmerso en el problema planteado por el filósofo David Hume en el
Siglo XVIII sobre el ser y el deber, que lleva a una “falacia naturalista”, al
confundir descripción con prescripción. Por ejemplo, la descripción es la
violencia y la inseguridad, mientras que la prescripción es que con
alternativas económicas, los criminales deben dejar de delinquir; o es un nuevo
régimen, por lo que ya no debe existir colusión del gobierno con delincuentes.
Esta confusión, escribió Hume, es parte de la naturaleza humana, pero cuando se
trata de la vida de las personas, una revisión objetiva del rumbo escogido bien
vale la pena.
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