Por Jorge
Javier Romero Vadillo.
Si algo se
le debe reconocer al Presidente López Obrador es que ha cumplido puntualmente
con algunos de sus compromisos más importantes de campaña. No importa que se trate
de disparates, como la cancelación del aeropuerto de Texcoco, o que, como en el
caso que aquí me ocupa, su tesón se traduzca en un retroceso a un arreglo que
ha llevado a que en México tengamos un sistema educativo oneroso e ineficaz,
que da pésimos resultados, ha condenado ya a generaciones enteras, desde hace
medio siglo, al analfabetismo funcional y ha impedido que el país forme el
capital humano necesario para poder competir en las condiciones de la economía
global, que para bien y para mal impera en el mundo.
El candidato
López Obrador ofreció cancelar la “mal llamada Reforma Educativa” como base de
la alianza electoral que estableció con distintas facciones del sindicalismo
magisterial, principalmente con la radical de la Coordinadora Nacional de Trabajadores
de la Educación (CNTE); ahora, el Presidente López Obrador está cumpliendo con
su promesa. Su objetivo es reducir el conflicto magisterial recurrente
planteado por la organización gremial que domina en los estados de Oaxaca,
Chiapas, Guerrero, Michoacán y parte de Ciudad de México con un discurso cuasi
insurreccional, pero que en realidad busca mantener los privilegios ganados por
el magisterio como parte del arreglo corporativo de la época clásica del PRI.
Para el Presidente de la República es mucho más relevante mantener la
gobernabilidad entre el magisterio que mejorar el desempeño del sistema
educativo y la calidad de la enseñanza.
Los sujetos
de la acción justiciera presidencial son los profesores, a los que considera
agredidos por la reforma neoliberal, no los niños condenados a una formación
extremadamente deficiente. Es una cuestión de enfoque: en la medida en la que
ni los padres ni los propios alumnos demandan una mayor calidad educativa, lo
racional para este Gobierno es desarticular la protesta en el sector que sí se
moviliza con estruendo, que paraliza ciudades enteras y deja sin clase a miles
de estudiantes en las regiones más pobres del país. Una organización que se
aferra a los privilegios heredados y que desde hace décadas se ha apropiado de
una buena tajada de rentas estatales, de la cual dispone discrecionalmente para
mantener la lealtad y la disciplina de sus agremiados.
La carta de
López Obrador a la CNTE es transparente: las leyes secundarias derivadas de la
reforma constitucional reciente, la cual fue facilitada por los partidos que
impulsaron los cambios de hace seis años, diseñados precisamente para quitarle
al sindicalismo magisterial el control del sistema educativo que el régimen
corporativo le había escriturado, serán escritas de consuno con los sindicatos
y en ellas se reestablecerá el otorgamiento automático de plazas a todos los
egresados de las normales públicas, los ascensos no serán más definidos por
concursos de méritos, sino con base en la antigüedad, experiencia y tiempo de
trabajo, además del reconocimiento del buen desempeño medido no por
evaluaciones diseñadas con criterios técnicos, sino por el mucho más amable
método de consulta a los compañeros de trabajo, padres y alumnos. Además,
promete “federalizar” (léase en realidad “centralizar”) todas las plazas
magisteriales.
El proyecto
de López Obrador busca un retorno no a la situación previa a 2013, sino al
arreglo que prevalecía antes de la fallida reforma descentralizadora de 1992.
De hecho, busca recuperar la situación de la década de 1970, cuando en tiempos
de expansión demográfica las plazas magisteriales se repartían entre todos los
egresados de las normales públicas. Nada le importa al Presidente toda la
evidencia de los males que aquel arreglo provocó en el sistema educativo. Los
resultados de México en la prueba PISA seguro le parecen sesgados por el
neoliberalismo y de nuevo, como en los buenos tiempos del monopolio del PRI,
parece querer volver a un sistema educativo cuyo objetivo central era formar capital
político, no mexicanos con la formación necesaria para conseguir empleos de
calidad.
Me imagino
que ahora se estarán llevando un gran chasco quienes vieron en la reforma
constitucional de hace unas semanas un éxito que salvaba al menos en parte lo avanzado
en 2013, al tiempo que eliminaba los puntos más conflictivos de la fallida
reforma, aquellos que hicieron que nunca fuera bien vista por los profesores.
Los resquicios abiertos por los cambios constitucionales recién promulgados
serán suficientes para que, de nuevo, las plazas y la carrera de los docentes
esté controlada por los sindicatos, pues el SNTE no tardará en hacer lo que
siempre hace: aprovechar los embates de la CNTE para sacar raja. Las profesoras
y los profesores, mientras tanto, seguirán siendo clientelas cautivas de estos
sindicatos verticales y nada democráticos, en la medida que sus incentivos
seguirán siendo sindicales y políticos, no académicos y profesionales.
Lo
paradójico es que la reforma de 2013 contó en su día con un amplio apoyo social
y político. Ahora casi nadie ha salido a romper una lanza por lo que entonces
se consideró un paso relevante para desmontar el poder corrupto de una de las
organizaciones gremiales más poderosas del país, que dispone, tanto en su
vertiente tradicionalmente oficialista como en la radical, de manera
discrecional de cantidades ingentes de recurso sobre los que no rinde cuentas a
nadie y que ha sido el principal obstáculo para que México cuente con un
magisterio profesional, bien capacitado y comprometido con la formación de la
niñez y la juventud.
La decisión
de López Obrador de pactar con el sindicalismo magisterial en términos casi
idénticos a los que caracterizaron al arreglo autoritario es tremendamente
injusta, porque condena a las generaciones en formación a una educación de mala
calidad y porque impide que el sistema educativo sea una palanca para atemperar
la desigualdad brutal que define al país. No veo cómo puede ser considerado
progresista un proyecto que lo que hace es mirar al pasado con nostalgia y que
quiere volver a una arcadia falsa, donde los profesores eran vistos solo como
clientelas políticas a las cuales controlar para mantener el poder y no como
profesionales especializados de importancia estratégica para el desarrollo.
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