Salvador
Camarena.
Opinar no implica boicotear; disentir
en algo no significa descalificar al todo. Esa es la trampa en que hemos caído
Poco se le puede reprochar a Andrés
Manuel López Obrador, si de encontrar incongruencias entre lo que dijo como
candidato, y lo que ha hecho como Presidente, se trata.
Cierto: el dar reversa a su promesa de mandar al
Ejército a los cuarteles constituye la gran excepción a la regla
lopezobradorista. Pero salvo eso, quien se diga sorprendido con lo que hemos
visto estos sesenta días, es porque no quiso oír gran cosa todos estos años.
Para bien y para mal.
Dicho de otra manera, a Andrés Manuel
López Obrador no se le puede culpar de, cada día, empujar con envidiable ímpetu
por instalar el modelo de país que él predicó como promesa.
La pregunta es dónde están hoy en el
debate público aquellos empresarios y políticos que durante largos años –y una
energía hoy extinta– sostuvieron que la posibilidad de que López Obrador se
hiciera con la Presidencia significaría un enorme retroceso para el país.
Andrés Manuel, como presidente, se
parece al de sus mítines –lo mismo en los de pobre asistencia, como cuando
reinició sus andanzas por el país luego de levantar el plantón de la protesta
de 2006, que aquellos donde la esperanza volvía a prender multitudes–; se
asemeja –igualmente– al de sus libros, al de sus entrevistas. Avisados
estábamos.
Él no ha
cambiado. Los que cambiaron están en
otra parte. Están con ganas de que les permitan besar la mano del cambio que
abominaban. O en ninguna, que es la peor de las partes en la que uno puede
decidir estar.
Hay un abismo entre hacer cosas para
que le vaya mal al gobierno (cosa que a México no le conviene), y decidir que
lo mejor para “no estorbar” a la nueva administración es abandonar el debate.
De hecho, es más sencillo argumentar que al país le irá peor por la
desaparición misma de la escena pública de aquellos que defendían una ortodoxia
(que muchas veces era socavada en la realidad por ellos mismos, pero esa es
otra cosa).
Esto no es
binario: opinar no implica boicotear;
disentir en algo no significa descalificar al todo. Esa es la trampa en que
hemos caído, quizá caímos ahí en parte por la virulencia de las redes sociales.
Pero el debate existía antes de éstas, era mucho más amplio que lo que vemos
hoy en éstas, era útil para todos, tanto que incluso durante los tiempos del
partidazo se acuñó una frase clásica al respecto: lo que resiste, apoya.
Hoy en cambio vivimos una estampida
donde la bufalada empresarial y política hace un silencio estruendoso al huir de
su responsabilidad de abrir y nutrir el debate.
Hay excepciones, claro está, y no es
menester nombrarlas, son tan pocas que en una de esas sobran dedos de las manos
al enumerarlas.
¿Los demás dónde se habrán metido?
¿Ni modo que crean que caben todos en una servilleta efímera que, como bien se
sabe de las cosas solitarias, no hace verano?
Hay unos de esos que van por los
pasillos argumentando que no han llegado los tiempos de salir, que es muy
pronto, que Andrés está muy fuerte... Ya les tumbó el aeropuerto, ya borró la
reforma educativa, ya suspendió en los hechos la energética… pero ellos creen
que es muy pronto para debatir. ¿No será que en realidad no saben, no pueden
estar mal con el de arriba, sea quien sea?
La señora
presidenta de Morena ha declarado hace unos días que debemos acostumbrarnos a
que PRIMor suena mejor que PRIAN.
Gustos estéticos aparte, tal maridaje
(que al parecer oficiará en Puebla su confirmación, con el verde de chaperón
ón-ón) supone una más de las opciones silenciadas. Adiós al PRI hasta en el
debate. Para lo que quedaba, pero en fin. ¿Y esos son los que llegaron a decir
que los íbamos a extrañar?
Tiempos
interesantes vivimos. Morena gana todo en el día a día en un panorama donde en
un país de 120 millones apenas se oyen unas cuantas voces que dicen en público
“así no, Presidente, negociemos, pactemos”.
¿A dónde se
habrán ido todos y qué les hará creer que hay retorno digno desde la nada que
hoy son?
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