Raymundo
Riva Palacio.
Dos
gobiernos han decidido que la definición de la victoria del combate al
narcotráfico se rija por el número de homicidios dolosos. Si subían, se
consideraba una derrota; si bajaban, una victoria. El gobierno del presidente
Enrique Peña Nieto fue al extremo de presionar y forzar el despido de
periodistas de medios que contaban los muertos de la lucha contra la
delincuencia, porque así, pensaban, se reducirían el temor y la angustia
social. Esa política de comunicación estalló, al demostrarse que esconder los
muertos o manipular las cifras de homicidios dolosos no modificaba la realidad.
Hoy, sin llegar a la censura de Peña Nieto, el presidente Andrés Manuel López
Obrador está cayendo en un error similar: evaluar la estrategia de seguridad a
partir del número de homicidios dolosos. Es un referente reduccionista y de
valoración inversa: si baja la tasa en plazos cortos, es porque la lucha contra
la delincuencia se perdió.
La suma de
homicidios dolosos encuadrado en el contexto del combate al crimen crea percepciones
equivocadas. México es considerado por muchos como una de las naciones más
peligrosas del mundo, con cifras de muertos que rebasan los mínimos
internacionales para determinar si una nación se encuentra en guerra civil. La
realidad es que si bien los índices muestran una tendencia al alza –aunque en
marzo el total de homicidios dolosos tuvo un mínimo decremento–, México no se
encuentra en el rango de las naciones de alto riesgo, como son Afganistán y
Siria. De hecho, si se ve el número de homicidios dolosos por cada 100 mil
habitantes, México se encuentra en el séptimo lugar latinoamericano, según la
fundación InSight Crime, con 25.8 delitos de este tipo por cada 100 mil
habitantes, en el mismo rango de Brasil y Colombia, pero muy debajo de Venezuela,
que encabeza la lista, con una tasa de 81.4 por cada 100 mil habitantes.
Todo esto no
significa que se magnifique el problema de seguridad, o que no sea un asunto
delicado que se tiene que resolver. Es muy serio, cuesta miles de millones de
pesos al año, y afecta a la población, en distinto grado y de manera creciente,
lo que impacta a un conjunto de políticas públicas, en materia de salud e
inversión, por ejemplo. Es el principal tema de preocupación de los mexicanos y
el de mayor prioridad para López Obrador. Pero el interés en resolverlo no debe
llevarlo a la trampa de cómo medir el éxito de su estrategia. Si de homicidios
dolosos se trata, como se planteó ayer, de antemano se puede prever que el
resultado será negativo.
La tasa de
homicidios dolosos es un referente, pero no es el todo. En el gobierno de Peña
Nieto, la presión sobre los medios ocultó ese indicador de la opinión pública
hasta que, cuando bajó la tasa, lo presumió. Pero en ese periodo de
aproximadamente dos años, ¿qué sucedió? Se dejó de combatir a los cárteles, con
lo que se fortaleció y expandió el Cártel del Pacífico, y creció su brazo
armado, el Jalisco Nueva Generación. Los Zetas, que se habían quedado sin
drogas, se diversificaron en el negocio criminal y restablecieron sus rutas de narcotráfico.
Al igual que
ellos, los cárteles del Golfo y de Juárez volvieron a tener control territorial
y reconstruyeron sus redes de protección institucional, lo que propició una vez
más un estado fallido, si no nacional, sí regionalmente. En ese desorden
conceptual sobre la estrategia de seguridad, ese gobierno armó a grupos
paramilitares vinculados con el Cártel Jalisco Nueva Generación, para liquidar
a Los Caballeros Templarios, abriendo la posibilidad de que lo juzguen en
tribunales internacionales por genocidio. También aplazó los exámenes de
control de confianza, con lo que policías municipales vinculados al
narcotráfico, como los de Iguala y de otros seis municipios relacionados con la
desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, pudieron operar bajo el manto
criminal.
El éxito de
una estrategia de seguridad no depende de la tasa de homicidios dolosos, ni
tampoco, en el corto y mediano plazos, de la implementación de programas
sociales o de tener más militares en las calles. Es mucho más que eso. Una
estrategia necesita, y no es verdad de Perogrullo, una estrategia contra los
delincuentes y un método para romper el ciclo de incidencia criminal que
incluya la afectación de la producción, el financiamiento y la logística, de
donde salen los recursos para comprar autoridades y jueces, reclutar
periodistas o pagar para que los asesinen.
Una forma
medible y comprobable de evaluar una estrategia incluye todos los indicadores
de incidencia delictiva, pero también el número de hectáreas de cultivos de drogas
erradicados, los volúmenes de exportación de drogas, el total de decomisos (por
número y toneladas), el total de detenciones, o de sentencias condenatorias,
por mencionar indicadores básicos para comparar resultados con otros periodos y
conocer, con información y datos concretos, sobre los avances, retrocesos o
empantanamiento. Si una estrategia real fracasa, seguirán subiendo los índices
delictivos –como en la actualidad, ante la ausencia de lucha al crimen– y las
evaluaciones comparativas serán negativas. Si la violencia y los homicidios
dolosos disminuyen sin haber estrategia, peor aún. Significará que por omisión
o comisión, el gobierno permitió que el cártel más poderoso aniquile a sus
enemigos y aplique la pax narca, creando un narcoestado, paralelo al Estado
mexicano.
Hay que
cambiar la definición de la victoria. De esa forma ni el gobierno de López
Obrador pagará por lo que no debe, ni engañará con el bálsamo existencial del
“cochinero”, como afirma, que le heredaron sus antecesores, ni sorprenderá con
soluciones pragmáticas sugeridas en el pasado, negociar con un cártel la
coadyuvancia en la pacificación.
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