Por Pablo Gómez.
El centro de la reforma
al artículo 3º de la Constitución vuelve a ser el carácter del trabajo docente.
Este tema oscurece el debate más general sobre el sistema educativo. Por ello,
es preciso concluirlo pronto.
El punto es cómo se
organiza el ingreso y la promoción a la carrera magisterial. La reforma de Peña
Nieto montó un aparato de inspección, premiación y sanción sobre cada maestro y
maestra. No era un sistema para evaluar colectivos y reformar contenidos y
métodos, como se dijo, sino de reestructuración administrativa para aplicar una
típica receta neoliberal basada en la competencia individual, con el máximo
esfuerzo, para obtener mayor utilidad.
La nueva reforma que se
procesa en el Congreso postula que el ingreso, la promoción y el reconocimiento
de los maestros y directivos se base en procesos de selección marcados por la
ley sin que éstos se encuentren vinculados a la permanencia de los maestros y
maestras en el empleo. Es decir, que la legislación no sea punitiva ni el
sistema sea vertical.
La cuestión consiste
entonces en que los sindicatos no podrían proponer candidatos a ingresar a la
docencia o a desempeñar puestos de dirección y de supervisión. Se crearía, por
tanto, un derecho académico-profesional, paralelo a los derechos laborales.
Desde luego que va a existir un cruce conflictivo entre ambos derechos, como
ocurre en las universidades autónomas, pero no es aceptable seguir con la
gremialización de la academia, mucho menos cuando predomina un sindicalismo
corrompido.
Las instituciones de
enseñanza superior no han estado a salvo de burocracias académicas que
administran el ingreso y la definitividad de profesores e investigadores, pero
al menos no se advierte un comercio de plazas como el que se produjo en el
sistema educativo básico.
Crear una nueva ley
para definir las instancias y procedimientos de ingreso, promoción y
reconocimiento alcanzaría justificación plena sólo si se incorpora la
participación de los maestros y maestras, es decir, si se construye un sistema
democrático y horizontal. Como instancia burocrática, al estilo de la reforma
de Peña Nieto, la carrera docente estaría destinada a ser de nuevo totalmente
instrumental, sin relación sustantiva con el proceso educativo visto en su
conjunto.
La CNTE tiene razón en
temer que con una nueva ley se siga sin incorporar al magisterio en los
diversos procesos de selección. No hay, por el momento, manera de convencer a
esa organización sindical, o a cualquier otra, que se trata de lograr que los
educadores como tales vayan reasumiendo la función propiamente educativa y
propiciar que los sindicatos ejerzan bien su carácter de organizaciones
democráticas de defensa laboral.
En otras palabras, no
es aceptable que una burocracia política controle el sistema de ingreso y
promoción, pero tampoco se puede consentir que los líderes sindicales –la otra
burocracia— sigan gremializando el sistema educativo nacional.
Si la desconfianza
principal consiste en el contenido de una nueva ley que habrá de expedirse en
los próximos meses, nada de lo que se redacte en el actual proyecto de reforma
constitucional podría superar por completo los temores al respeto.
En el estira y afloja
de los textos del articulado podría avanzarse en los próximos días e, incluso,
en la revisión en el Senado, pero la desconfianza no desaparecerá. La política
en México ha sido conducida con engaño, mentira, alevosía, ilegalidad y
cinismo. Pensar que, con el reciente cambio, la impronta del sistema político
mexicano se ha adelgazado como para ser sustituida por un ambiente generalizado
de lealtad, honradez, transparencia y legalidad, es sin duda un buen deseo,
pero de seguro algo así ha de tardar años de arduo esfuerzo.
Mientras tanto, será
indispensable que la nueva ley reglamentaria de la carrera docente, al ser
expedida, contenga ya un cambio democrático en la política de admisión y
promoción del magisterio. Algo que en verdad aporte al gran tema de la
transformación de la escuela mexicana. Los educadores profesionales son quienes
deben educar, pero, para esto, ellos deben alcanzar conciencia de tales.
Entonces se habrá de
reformar otra vez el artículo 3º, con el fin de sentar ahí la base de una nueva
organicidad de la conducción del proceso educativo a partir de los educadores y
los alumnos, de verdaderas instancias académicas colegiadas. Será lo que el
movimiento estudiantil planteó desde principios de los años sesenta del siglo
XX: “una educación democrática, popular y científica.”
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