Por Diego Petersen Farah.
Yo también. La denuncia de las mujeres se expande ahora por
los mundos de las artes, las letras, el periodismo y las universidades. Son cientos
de casos de abusos, acosos, incomodidades -no todos con la misma consistencia y
credibilidad- que hacen visible un fenómeno que se repite con los mismos
patrones y, tristemente, la misma no respuesta de las instituciones públicas o
privadas.
#MeToo son olas de denuncias que vienen creciendo hace años
en el mundo del espectáculo y que recientemente han ido reventando en
redacciones de medios grandes y pequeñas, universidades públicas y privadas,
instituciones de cultura, etcétera. La ola revienta y deja al descubierto todo
lo que arrastra: mujeres violentadas por individuos concretos, con nombre y
apellido, renombre y reconocimiento social, en medio de un machismo que
sabemos, que conocemos, y que hombres y mujeres practicamos con espeluznante
naturalidad en los espacios de trabajo y en la forma de relacionarnos (los
primeros porque les es cómodo; las segundas porque no tienen de otra).
En la ola viene de todo. Desde casos terribles de
violaciones, manoseos, vejaciones, hasta molestas conversaciones o pequeñas
venganzas que aprovechan la ola y el anonimato para desacreditar a una persona
en concreto. Es cierto que mezclar todo ello hace que los casos graves se
banalicen entre los otros, que se pierda la gravedad de la denuncia concreta,
sin embargo, tiene una gran virtud hacerlo en forma de olas: permite hacer
visible que no se trata de casos aislados sino de patrones culturales, de un
machismo arraigado más allá de lo que los hombres queremos ver.
Algunas instituciones han reaccionado a la ola enfrentándola,
generando protocolos de denuncia y atención. Otras simple y sencillamente han
quedado pasmadas, se sumergieron con la esperanza de que detrás no llegue la
ola que los revuelque. Pero si atendemos el fondo del #MeToo no se trata solo
de combatir el machismo como forma básica en las relaciones laborales o de
subordinación sino de feminizar el mundo, las instituciones, las empresas, las
escuelas, las iglesias, las familias. Pocas palabras pueden aterrorizar tanto a
un macho, consciente o inconsciente, como ésta, pues implica, por supuesto,
entrar a lógicas que no solo atentan contra un status quo ancestral, sino que
implican para el hombre el riesgo de no caber, de no adaptarse en esa nueva
forma de gestionar las relaciones, pero sobre todo de perder el control de la
cultura, particularmente la cultura laboral.
La solidaridad con las mujeres violentadas quedará solo en un
gesto más de machismo perdona vidas si no iniciamos cambios de fondo en las
instituciones, pero sobre todo si éstos no se hacen por y desde las mujeres.
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