
Es probable que millones de mexicanos
desconozcan que, en apenas 48 horas, comprendidas entre los días 14 y 15 de
diciembre pasados, culminó un proceso de perfeccionamiento autoritario que, por
primera vez en la historia reciente del país, trascendió la simulación
democrática.
Autoritarismo, resumiendo al
politólogo italiano Mario Stoppino, es la situación en que las decisiones se
toman desde lo alto, sin la participación o el consentimiento de los
subordinados, manifiesta en el alegato que reclama el derecho a mandar
pretendiendo una obediencia incondicional y, para conseguirlo, se emplean
medios coercitivos, y se reduce la oposición.
El recuento es desolador. Las dos
fechas mencionadas sirvieron para imponer una legislación que restringe la
libertad de manifestación y autoriza la intervención militar que hasta ahora,
aunque constantemente empleada, era ilegal conforme a los diferentes supuestos
contemplados en la Ley de Seguridad Interior.
Esa ley,
cuestionada desde su discusión en comisiones lo mismo por académicos,
defensores de derechos humanos y organismos nacionales e internacionales, es la
fórmula legal que desde hace años los grupos de poder, y señaladamente los
intereses que representan los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña
Nieto, intentaron para legalizar la militarización del país, cuya función, más allá de la llamada
“guerra contra el narco”, ha sido la contención violenta del movimiento social.
No es todo. También aprobaron una reforma al artículo
1916 del Código Civil, que atenta contra la libertad de expresión, al ampliar
el alcance del daño moral (no del delito, como algunos interpretan) a la
transmisión de información por cualquier medio tradicional o electrónico que la
jerga ha querido describir como cyberbullying, y que, sin embargo, plantea
llenar los vacíos restrictivos que este sexenio se ha impuesto al ejercicio de
la libertad de expresión, entre otras cosas, con la Ley de Réplica.
Minimizada
por algunos analistas, la reforma al Código Civil fue, finalmente, la solución
más eficiente, a propuesta del PRI, que
facilita lo que ya en 2015 Omar Fayad, entonces senador hoy gobernador de Hidalgo
intentó sin conseguirlo, con la llamada “Ley cybermordaza”.
En las 48 horas mencionadas, se
aprobó también la nueva Ley General de Archivos, que reserva los archivos
históricos del espionaje político por siete décadas, si bien en una redacción de sentido
amplio, en los hechos lo que se reiteró
fue la reserva sobre el fondo documental de la Dirección Federal de Seguridad,
la sanguinaria policía política del antiguo régimen en cuyos acervos se
encuentran claves del empoderamiento pernicioso de actores políticos vigentes,
de acaudalados empresarios y de líderes religiosos.
Finalmente, el poder se blindó, no sólo con nuevas
disposiciones legislativas, pues dejó acéfalas dos instituciones clave para el
tema más relevante del sexenio: no eligió fiscal anticorrupción ni auditor
superior de la federación. Lo que sí hizo fue colocar al nuevo fiscal de
delitos electorales –quedando pendiente y opaca la remoción del anterior
titular—y con ello, garantizó a un funcionario a modo para transitar la
sucesión presidencial legalizando la represión a los desobedientes y reduciendo
la libertad de expresión en cuyo ejercicio ven oposiciones.
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