Por Jorge
Zepeda Patterson.
Hasta ahora he defendido la tesis de
Andrés Manuel López Obrador de que es preferible entregar recursos y apoyos
directamente a los ancianos, a los jóvenes y a los discapacitados que a los
intermediarios que los atienden. Se evita la corrupción, los beneficiarios
reciben el 100 por ciento y, al ser universal, disminuye la posibilidad de que
tenga un uso clientelar. No es una medida perfecta, pero era indispensable para
no seguir engordando a líderes campesinos y obreros ladinos, a seudo
empresarios que profitan (BENEFICIAN) del subsidio y empobrecen los servicios y
a burócratas corruptos.
Sin embargo,
me parece desafortunada la suspensión
del apoyo a refugios para mujeres víctima de la violencia familiar. El
Presidente ha dicho que no se deben hacer excepciones, pero habría que hacerle
ver que no es así, porque se trata de un asunto totalmente distinto.
Primero, no es un grupo demográfico como tal. Me
congratulo de que todas los hogares con niños de 3 a 5 años reciban un apoyo
para el cuidado de los menores, o que los ancianos simplemente por serlo
obtengan un recurso adicional para afrontar su vejez. Pero no es el caso de las
mujeres que se ven en la necesidad de refugiarse en un momento dado;
representan una fracción mínima en términos estadísticos y por lo general no es
una condición permanente. Es decir, nos se resuelve haciendo un censo y entregando
un cheque.
Segundo, la ayuda que requieren es protección
física, apoyo psicológico y jurídico, albergue y orientación. La violencia
familiar y la relación al interior de una pareja es un tema complejo en el que
abundan emociones marcadas por la dominación y la codependencia. Asumir que un
subsidio entregado en mano va a ayudar a esas mujeres es ignorar la naturaleza
de este terrible flagelo. No son todos los casos pero sí la mayoría; muchas
mujeres golpeadas están subordinadas por motivos físicos o psicológicos a una
voluntad que no es la suya y un cheque tampoco va a resolverlo. Acuden a un
refugio en un momento de desesperación, en medio de enormes dudas y, en muchas
ocasiones, con un sentido de culpa. El refugio se convierte en un espacio indispensable,
particularmente en casos en que las víctimas carecen de una red familiar
solidaria.
Esto no lo ignora el gobierno
federal, pero no ha sabido comunicarlo. Hizo tabla rasa y equiparó el apoyo a
los refugios con el resto de los subsidios a grupos demográficos, lo cual es
más grosero que comparar peras con manzanas.
La crítica que ha desatado el anuncio
condujo a una precisión por parte de las autoridades: ahora se dice que la
propia Secretaría de Gobernación se hará cargo de ofrecer una red de centros de
asistencia. Esto de entrada supone reconocer que, en efecto, no era comprable a
los otros casos en los que se ha decidido entregar los recursos directos al
beneficiario.
Lo que ahora se propone es en
realidad una estatización de los refugios. De ser así, entramos a otra
discusión que requeriría una argumentación distinta a la que ha presentado el
Presidente.
No descarto que tendencialmente el
Estado pueda responder a esta necesidad. Pero tendría que vencer dos objeciones
importantes. Una: muchos de los casos más brutales de violencia proceden de
hombres de poder e influencia, capaces de usar el sistema a su favor para
recuperar esposas e hijos que intentan romper el círculo de dependencia.
Maridos o amantes que pertenecen al crimen organizado o a las policías, o que
simplemente cuentan con capacidad de comprar voluntades. Durante algunos años
seguí de cerca los casos de un refugio en Cancún (dirigido por Lydia Cacho) y
otro en Monterrey (por Alicia Leal). Las situaciones más complicadas eran
aquellas en las que en su fuga las mujeres habían dejado un rastro oficial en
hospitales o centros asistenciales en los que habían solicitado orientación;
una y otra vez estos hombres fueron capaces de encontrarlas y presionar con
violencia al refugio y/o utilizar su poder y dinero en el sistema judicial para
recuperarlas. Me resulta difícil creer que centros operados por la Segob vayan
a ser inmunes al tráfico de influencias por lo menos al mediano plazo, a pesar
de la 4T o de Doña Olga Sánchez Cordero. La experiencia en muchas entidades en
las que los DIFs locales intentan subsanar esta tarea deja muchas
preocupaciones a este respecto.
Y dos: la capacitación que requiere el personal
que maneja un refugio es compleja. Los hay buenos, malos y regulares. Pero no
es algo que pueda improvisarse. La red nacional de refugios ha construido
protocolos con ayuda internacional y promovido la formación y capacitación de
muchos centros a los largo de varios años. Echar a la basura todo este esfuerzo
acusándolo de ser de naturaleza neoliberal es absurdo. Los refugios para
mujeres y niños víctimas de la violencia existen con distintas modalidades
desde la Edad Media, si no es que antes. Los que ahora tenemos son
insuficientes y habría que mejorarlos. Bienvenido el esfuerzo de la Segob, pero
sería mejor participar construyendo que destruyendo.
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