Javier Risco.
Me habían
dicho que pasaba, pero yo me rehusaba a creerlo. Como todo buen desengaño vino
a operar directamente frente a mis ojos.
La escena
ocurrió en la sala de espera del pediatra, un lugar que te lleva al máximo de
tus capacidades sociales y que te hace entender que no es que te gusten todos
los niños, sino que simplemente quieres y te interesas por tu hijo y por eso
estás ahí, y no en cualquier otro lugar más ruidoso y estresante.
Frente a mí,
una mujer con dos niños, uno de meses en sus brazos (asumo que era el que venía
enfermo) y otro de no más de tres, inquietísimo. Este último se subía, se
bajaba, saltaba, cantaba, gritaba, aventaba y hacía gala de una energía y una
salud que bien valía por la de su hermano y la de todos los niños agripados y
somnolientos que ahí había. La madre le dio una revista para intentar calmarlo
–hay que decir que las revistas de consultorio pocas veces consiguen calmar a
alguien, más bien preocupan al lector con enfermedades que aún no llegan–, el
niño la tomó y empezó a hojearla. Llegó a una gran foto de un caballo y comenzó
a apuntar con fuerza a su barriga en repetidas veces hasta que le dijo a su
madre que algo no iba bien. Me costó entender que lo que hacía no era otra cosa
que dar clic sobre la foto del jamelgo para que este se moviera, como no lo
hizo, el infante montó en cólera y rompió la hoja. Todo cuadró de golpe: el
niño se calmó cuando su madre le entregó una tablet apagada, sin batería.
Este
episodio trajo mil ideas a mi cabeza. Me cuestioné si es común que los niños de
hoy confundan papel con pantalla; luego pensé en mí y en el tiempo que paso
frente al teléfono y la computadora. A lo mejor, si todo esto hubiera estado
presente desde mi tierna infancia, igual y hoy iría apachurrando las cosas
esperando que se animen o que abran hipervínculos en la realidad. Me sorprendí
al reconocer que yo mismo le he entregado el teléfono a mi hijo para
entretenerlo.
Me asumí
sorprendido por los tiempos y, como padre, me desanimé.
Pensé en el
caso de ese padre canadiense, que esta misma semana presentó una queja formal a
la escuela de su hija y a uno de los gigantes de la tecnología, ya que en dicha
escuela organizaron una excursión, no a un museo como en mis tiempos, no al
zoológico ni al planetario, sino que a una tienda de Apple y, claro, la niña de
apenas diez años volvió a la casa pidiendo un teléfono celular nuevo,
obviamente, de la marca anfitriona. Entiendo a ese padre, porque si yo
estuviera en su lugar también me parecería el panorama más extraño para una
clase de primaria y me quejaría de que es una mera publicidad.
Aunque debo
confesar que algunos de los defensores de la excursión tecnológica la
justifican diciendo: A través de la tecnología también se puede acceder al
planetario, es más, puede viajar por la galaxia si quiere; a través de la
tecnología puede navegar por el museo que quiera en el mundo y conocer la obra
del artista que se le venga en gana…
Me rehúso a
aceptarlo. Me niego. No hay experiencia que reemplace el olor de un caballo, la
lamida de un perro o el simple hecho de salir con tu clase y juntos ver otros
lugares.
Recuerdo que
mi padre contaba que cuando era niño, su diversión máxima era comprar sobres de
estampitas para llenar álbumes con títulos como: “Historia y geografía de
México”, o el fascinante “Álbum de la evolución”. Mi padre al día de hoy sabe
el nombre científico de las flores que le regala a mi madre para su cumpleaños
y reconoce los pájaros cuando los ve, seguramente gracias a esos álbumes.
No quiero
parecer nostálgico, pero hoy pocos se interesan por comprender, por sentir y
conocer. A este paso, pronto dejaremos de viajar, al menos moviéndonos.
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