Por Pablo
Gómez.
Ya no hay la menor duda que Estados
Unidos lidera una fuerte coalición internacional para derrocar al gobierno
venezolano. Durante los últimos años, el desgaste político en el país de
Bolívar ha sido constante, de manera que es su propio presente el que lo
persigue: ninguno de sus problemas parece tener posibilidades de pronta
solución. Da la impresión de que las cosas, a lo sumo, van a empeorar,
cualquiera que sea, por lo pronto, el curso que adopte la lucha política.
Venezuela es
un país de más de 30 millones de habitantes. No es nada pequeño. Su riqueza natural ha sido sostén de la
economía, el petróleo, cuyo volumen de producción sigue en caída a pesar de
contar con las mayores reservas en el mundo. El producto interno continúa
disminuyendo mientras la inflación anual ya se mide en porcentajes de millones.
Venezuela es un país que en pocos
años ha vencido el analfabetismo, brindado medicina, vivienda y escuela a
quienes antes carecían de lo indispensable. Ha superado en gran medida la
extrema pobreza, pero, en tal proeza, se ha empobrecido como país. Esta
contradicción no puede ser superada con la sola perseverancia del partido
gobernante, sino que reclama un cambio en la política económica.
El centro de la disputa ha sido desde
un principio la renta petrolera. Durante décadas, una burguesía triunfante se
apoderó de los beneficios del petróleo, compraba todo con esas divisas en
Estados Unidos mientras acaparaba el gran comercio, los medios de comunicación,
los transportes y otros servicios. Los capitalistas venezolanos han sido los
más parasitarios de América desde el destronamiento de los cubanos, hace más de
50 años.
El bipartidismo, posterior a la caída
de la dictadura de Pérez Jiménez, impuso una democracia deforme y corrupta en
cuyo centro siempre estuvo el reparto de la renta petrolera a costa de la
generación de enormes centros de pobreza alrededor de las ciudades. Desde ahí
bajaron un día los pobres a apoyar a Hugo Chávez, un militar golpista que había
estado varios años en prisión, luego de los cuales no menguó su popularidad.
Eso ocurrió hace 20 años.
En 2002, Venezuela sufrió un golpe de Estado en el
que se autoproclamó presidente el líder de la organización patronal
(Fedecámaras), con el apoyo de la oposición política. La asonada fue derrotada
dos días después con el rescate del presidente Hugo Chávez, encarcelado en una
isla. Luego se produjo una huelga petrolera ruinosa para el país y, después, un
referéndum revocatorio en el cual Chávez fue confirmado. Entre cada uno de esos
acontecimientos se producían frecuentemente protestas, campañas, forcejeos,
bloqueos, escándalos, fuga de capitales, manipulaciones económicas: la lucha
política más encarnizada en el Continente.
Las contradicciones se profundizaron
a la muerte del caudillo del socialismo bolivariano. En 2013, Nicolás Maduro
llegó a la presidencia con el 50.61% de los votos contra el 49.12% de su
contrincante, Henrique Capriles, pero, en 2015, la Mesa de Unidad Democrática,
que agrupaba a toda la oposición, obtuvo el 56.3% de la votación para elegir a
los diputados. Bajo el sistema electoral venezolano se conformó una mayoría de
112 escaños de un total de 167. Tres lugares permanecieron en condición
suspensiva por anulación, los cuales les impedían a los opositores controlar
los dos tercios, porcentaje necesario para tomar las resoluciones más
trascendentes.
Desde el día de la derrota electoral
del chavismo, la unión de los opositores anunció que removería al presidente de
la República por la vía de declararlo ausente. Eran los mismos que, 13 años
antes, habían participado en el revertido golpe contra Chávez y todos los otros
poderes constitucionales. Son los mismos que ahora han vuelto sobre sus propios
pasos al declarar vacante la Presidencia del país.
No hay en América Latina una
oposición política, organizada en partidos legales, que haya sido más abiertamente
golpista que la venezolana.
Entre tanto,
la provocación desde ambos bandos ha
conducido a la frecuente represión de la fuerza pública y a la prisión política
como respuestas que no mejoran en nada la posición del gobierno.
Una de las bases de sustentación de
la fuerza opositora sigue siendo la disputa en pos de la riqueza petrolera, aun
cuando la renta de esta ha disminuido. Pero, además, grandes segmentos de la
clase media desprecian lo mismo a los trabajadores urbanos que a todos los
demás pobres. Los universitarios egresados de las escuelas de medicina se
negaban a trabajar fuera de sus ciudades, luego de lo cual el gobierno tuvo que
abrir planteles en otras partes con estudiantes de otros lados: hay en
Venezuela una furia social poco conocida por su intensidad en el resto del
Continente.
El gobierno del socialismo
bolivariano se concentró en sus propios proyectos redistributivos mediante el
uso de la mayor parte de la renta petrolera, con lo cual desatendió la
infraestructura e ignoró casi todo el campo de las inversiones directamente
productivas. Al tiempo, se introdujeron las máximas regulaciones sobre casi
toda clase de empresas y el mercado exterior. Es entendible que, en tales
condiciones, lo que se ha llamado la guerra económica de los ricos tuviera
enormes éxitos, en especial cuando el precio mundial del crudo se redujo.
Los capitalistas venezolanos no
hubieran alcanzado sus objetivos de boicot económico sin la desastrosa política
del gobierno de Maduro. Ya desde antes, bajo los esquemas de utilización de la
renta petrolera y de gestión de la economía trazados por Hugo Chávez, la
desestabilización y la recesión se apreciaban como algo seguro. Con Nicolás
Maduro, ya nadie lo podía poner en duda.
No parece existir, sin embargo, en el
seno del Partido Socialista una alternativa política para modificar el camino.
Los embates opositores y, ahora, las descaradas conspiraciones extranjeras,
llevan al chavismo a aglomerarse detrás de la muralla.
El orden constitucional ha sido roto
por una golpista oposición mayoritaria en la Asamblea Nacional y por un
gobierno que desconoce al Poder Legislativo. Ni los diputados tienen cobertura
constitucional para desconocer al titular del Poder Ejecutivo ni el gobierno
puede dotar a la llamada Asamblea Constituyente, por él mismo convocada, con
poderes que no sean sólo los de redactar una nueva carta magna, de la cual no
se ha escrito un solo renglón.
Ningún poder se encuentra operando
por entero dentro de la legalidad, excepto las fuerzas armadas que no son un poder
constitucional. Este es el dato más estremecedor de la actual crisis política
venezolana.
Las negociaciones entre la oposición
y el gobierno de Maduro han sido infructuosas y, ahora, se observan como
inviables. Los opositores quieren que se les entregue todo el poder por
completo, sin condiciones ni demoras. Pero eso sólo lo podrían hacer los
militares, siempre que éstos se encontraran unidos en tal propósito, luego de
lo cual podrían empezar las confrontaciones armadas.
Es evidente que la represión, hoy
mucho más que antes, conspira contra el represor, el gobierno. Entre más
violencia se produzca, entre más peligro de confrontaciones armadas se aprecie
dentro y fuera del país, mayor fuerza decisiva tendrán los militares, lo cual
es justamente lo que busca Donald Trump.
Un acuerdo podría consistir en la
sustitución de Nicolás Maduro por un nuevo vicepresidente ejecutivo, nombrado
por el Partido Socialista y aceptado, al menos, por algunas otras fuerzas
políticas, pero, para ello, se requerirían negociaciones sensatas y leales, las
cuales han sido rechazadas de antemano por el ahora candidato a usurpador y por
su patrocinador, el inquilino de la Casa Blanca.
No existe nada en el discurso y los
actos de la coalición extranjera encabezada por Estados Unidos que no sea la
exigencia de un golpe militar que derroque a Nicolás Maduro e imponga a un tal
Juan Guaidó.
¿Un gobierno impuesto por Estados
Unidos con el uso de las bayonetas venezolanas, que serían traidoras por
definición, tendría algún futuro en la Venezuela de nuestros días? ¿Luego del
derrocamiento del gobierno de Maduro y, necesariamente, del Tribunal Supremo de
Justicia, podría realizarse en los siguientes 30 días (Art. 233 constitucional)
una nueva elección bajo condiciones de normalidad y con un encargado del poder
impuesto desde la Casa Blanca?
¿Quiénes, en México, quieren llevar
al gobierno de nuestro país a ubicarse en un plano contrario a la Constitución
para convertir, por vez primera, al Estado mexicano en potencia extranjera
interventora, aunque no tuviera que enviar tropas? Que levanten la mano bien en
alto para poderlos ver.
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