Raymundo
Riva Palacio.
Ricardo
Anaya ha dado pruebas de que es un esgrimista con la palabra desde que en el
aniversario de la promulgación de la Constitución en Querétaro, el 5 de febrero
de 2014, pronunció un discurso como presidente de la Cámara de Diputados que
hizo voltear a todos. De entrada, porque su oratoria superó ampliamente a un
maestro de la retórica, el entonces presidente del Senado, Raúl Cervantes.
Pocos conocían a Anaya, que en ese momento empezó a construir su futuro. Posiblemente desde ese momento decidió ir
por la candidatura presidencial, al empezar a tejer alianzas dentro del PAN, al
tiempo de ir perdiendo amigos que se sintieron traicionados. Con una promesa incumplida a Gustavo Madero
–que lo empujó a la presidencia a cambio de la coordinación en el Congreso–, se
quedó con la dirigencia del partido, y se fue deshaciendo de sus adversarios
azules, teniendo que construir una coalición con el PRD y Movimiento Ciudadano.
Aprovechó la presidencia del PAN para
promocionarse y darse a conocer en el país. Desde que asumió la dirección del partido hasta el
arranque de las campañas presidenciales, se
calcula que tuvo 70 mil spots en radio y televisión en tiempos oficiales, que
le permitieron presentarse políticamente en la nación. Con el control de la
estructura, fue borrando a los
calderonistas y empujó a Margarita Zavala –ante la imposibilidad de una lucha
justa y equilibrada por la candidatura presidencial– a renunciar al partido. A
otros adversarios los sometió, como Madero, que aún no procesa su coraje, y
Rafael Moreno Valle, el exgobernador de Puebla, que fue uno de sus mentores.
Su grandilocuencia retórica le
permitió vencer en los campos de batalla política a veteranos como Manlio Fabio
Beltrones, la misma noche de la debacle del PRI en las elecciones para
gobernador en 2016
–donde el PAN ganó siete de las nueve en juego–, que fue la consagración de la
presidencia de Anaya. Hace unas semanas fue el ganador claro en el primer
debate presidencial, donde utilizó sus inseparables cartulinas para ir apoyando
con imágenes y gráficas los ataques a sus adversarios. Llegó muy preparado a
ese encuentro, producto de la forma meticulosa con la que hace las cosas. Por
ejemplo, cada uno de los candidatos tuvo dos horas el día previo para reconocer
la arena donde competirían, y él le invirtió 25 por ciento más del límite
porque quiso ver cada ángulo que tomarían las cámaras de televisión, revisar el
atril que utilizarían para saber dónde colocar y ordenar sus papeles, y
familiarizarse con el gran cronómetro que todos tenían enfrente, para optimizar
y maximizar su tiempo.
No
sorprendió, en ese sentido, su participación en el programa Tercer Grado, donde
participó en una conversación ayer miércoles. No llevó las cartulinas que
utiliza en sus batallas electorales, pero desplegó sobre la mesa tarjetas y
papeles de apoyo para poder hacer frente a lo que se vendría. Fue, como lo ha
demostrado, rápido de reflejos al responder preguntas y réplicas, y tozudamente
cuidadoso para no comprometer públicamente lo que en la oscuridad no ha
consolidado. Un botón de muestra fue
negarse a confirmar que Miguel Ángel Mancera, a quien le ofreció como premio de
consolación por no haber roto la coalición con el PRD, ser su jefe de
gabinete de llegar a la presidencia –en un cambio fundamental del sistema de
gobierno–, llegaría en automático a esa posición. Dejó abierto, completamente,
que quien le ayudó a doblegar al PRD en las negociaciones y dejar sin brazos en
esa mesa que defendieran a Mancera, el jefe de Movimiento Ciudadano, Dante Delgado, podría ser quien ocupara
ese cargo. Mancera siente que Anaya lo ha traicionado, pero sólo hasta esta
respuesta podrá sentir certeza a sus sospechas.
Resbaloso como un pez, Anaya se
sacudió preguntas a las que respondió con contextos y detalles que no se le
habían preguntado.
En ocasiones matizó afirmaciones importantes que, incluso, ha hecho tiempo
antes de quedarse con la candidatura de la coalición Por México al Frente. Por
ejemplo, ya no expuso tan claramente su
oferta de encarcelar a Enrique Peña Nieto, si llega a la presidencia. Con
palabras jabonosas, aseguró, sin bajar la vista, que nunca lo había dicho. En
realidad, sus respuestas son como claroscuros, sí y no. Habilidoso, hace uso
recurrente del subtexto, lo que se lee entre líneas. Por eso, cuando le han
preguntado si lo haría, responde: “Por supuesto que sí. Ya estuvo bueno de que
haya intocables en nuestro país. Aquí, el que la haya hecho la tendrá que
pagar, y esto incluye al presidente de la República, Enrique Peña Nieto”. Pero ante la búsqueda de una respuesta
monosílaba en Tercer Grado, Anaya se escurrió una vez más en la retórica.
En esto no
hay diferencia con el candidato puntero, Andrés Manuel López Obrador, o con el
oficialista, José Antonio Meade. Nadie come lumbre, sobre todo cuando caminan
permanentemente por el brilloso filo de la navaja. Jugó, como suelen hacer los políticos, con falacias y sofismas, esquivando,
no atajando, cuestionamientos frontales. Uno de ellos, la poca diferencia
entre él y López Obrador, que van haciendo ofertas de campaña que podrían
llamarse populistas. Anaya dijo que
meter a la cárcel al presidente, bajar las gasolinas o regalar dinero no es
populista. Que tampoco es un candidato antisistémico como el tabasqueño.
Pero en algo coincide con López Obrador, aunque éste no lo reconozca: que esta
es una contienda parejera donde lo que estará en la boleta es el deseo de
cambio.
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