Raymundo Riva Palacio.
El futuro inmediato
de las relaciones entre México y Estados Unidos depende de dos líderes poco
confiables. Uno, el presidente Enrique Peña Nieto, sin ningún entrenamiento que le permita afrontar con eficiencia el
desafío que tiene enfrente, muy poco creativo en la construcción de opciones y
terriblemente adverso a los riesgos. Y el otro, el presidente Donald Trump,
incompetente político, mercurial, vengativo y mensajero del terror y la
incertidumbre. El primero depende de lo
que sugiera su canciller, Luis Videgaray, mientras que el segundo ignora
por completo a sus asesores. A Peña Nieto le acomodan la estrategia; a Trump
tienen que acomodarle la estrategia para que se apegue a sus dichos en Twitter.
El mexiquense es, como todos los de su
tierra, protocolar, solemne e incapaz de levantar la voz o pelearse en público;
del segundo, su hábitat es todo lo contrario.
En este choque de trenes, dos naciones dependen de sus
decisiones y ocurrencias, con personalidades absolutamente distintas, pero con
puntos en común, como la novatez de su primer círculo en la toma de decisiones,
aunque hay que darle crédito a Peña Nieto que en poco más de cuatro años en Los
Pinos, si bien en la casa presidencial varios de sus asesores alcanzaron el
Principio de Peter, hay otros colaboradores cercanos que terminaron la curva de
aprendizaje. En el caso de Trump y su equipo, el problema es más grave, no sólo
por la tremenda personalidad del presidente estadounidense y lo ideológico de
los asesores que más pesan sobre él, sino porque lo que hace o deja de hacer,
afecta al mundo.
En su editorial del viernes pasado, “El Presidente Trump, el
aprendiz de la Casa Blanca”, el diario The New York Times apuntó que su
ineptitud se ha extendido por todo el país. Maureen Dowd, una de sus
editorialistas más leídas y reputadas en Estados Unidos, escribió el sábado en
“Atrapado en el cerebro de Trump”, que debido a que Trump “tiene el martillo de
Thor, con su notable mango corto, debemos de tratar de imaginarnos su estilo de
razonar extraño, perverso y ofensivo. La personalidad mostrada en apenas un mes
de estar al frente del gobierno de Estados Unidos le ha quitado credibilidad.
El viernes, el vicepresidente Mike Pence y el jefe del Pentágono, el general
James Mattis, expresaron a los miembros de la Organización del Atlántico del
Norte (OTAN), que su gobierno apoyaría ese pacto militar formado para contener
a Rusia, pero no disiparon los temores de si su jefe realmente estaría de
acuerdo.
A Trump no se le puede confiar nada. El presidente Peña
Nieto no ha terminado de comprender que es una bala perdida incapaz de honrar
su palabra. Lo sufrió cuando lo invitó a Los Pinos y tras acordar un tema de no
hacerlo público, Trump se mofó de él. Lo volvió a sufrir cuando acordaron por
teléfono hace pocas semanas no volver a hablar del muro en público, compromiso
que ha violado reiteradamente el estadounidense desde entonces. Peña Nieto
podría leer la carta que enviaron siquiatras y sicólogos al entonces presidente
Barack Obama, donde advertían del riesgo de Trump debido a su personalidad. El
documento, publicado en diciembre pasado en The Huffington Post, afirmaba que
Trump sufría de un “desorden de personalidad narcisista”. Un total de 35
siquiatras y sicólogos, añadieron recientemente que su discurso y acciones
demuestran incapacidad para tolerar puntos de vista diferentes de la suya,
provocando reacciones violentas.
Peña Nieto es todo lo
contrario a él y más. Está lleno de temores, que se pueden argumentar en la
forma como, ante las agresiones de Trump, reacciona con lentitud debido al
interminable proceso de consultas internas sobre si se debe o no actuar de una
manera, o cómo se debe emitir una opinión pública. Su notoria falta de
conocimiento de los asuntos internacionales y desconocimiento total de la
política en Estados Unidos, le impiden entender con rapidez la dinámica en
aquél país. Su impericia en política exterior tampoco le ha permitido organizar
una cadena de apoyos en el mundo para enfrentar a Trump.
El presidente
mexicano no es agresivo, sino excesivamente cortés, que en política se puede
interpretar como pusilanimidad o subordinación. No es altanero ni grosero, pero
tampoco sabe levantar la fuerza con su palabra, que sigue siendo plana y
mediatizada. Su indisciplina como presidente genera vacíos en la toma de
decisión y demoras en las acciones a seguir. Su visión reduccionista del mundo
visto desde la cosmogonía de Toluca, lo ha llevado a prestar más atención al
proceso electoral en su tierra, que al futuro de las relaciones bilaterales.
Las advertencias
llegaron la semana pasada en palabras del embajador designado para Estados
Unidos, Gerónimo Gutiérrez, quien en una reunión con senadores perredistas dijo
que la comunicación entre los dos presidentes se encontraba en un punto
crítico, por lo que existía la probabilidad de que las relaciones sufrieran un
descarrilamiento. Pero muestra clara
de la disfuncionalidad que vive el gobierno mexicano por la conducta
presidencial, no hubo ni seguimiento de la alerta, ni descalificación de lo
dicho por el embajador, cuya declaración, en tono y dureza, no se recuerda de
diplomático mexicano alguno en tiempos de paz con Estados Unidos.
El choque entre dos personalidades tan distantes entre sí,
no permite siquiera imaginarse cómo puedan terminar las cosas y la relación
bilateral. No hay ningún marco de referencia que ayude a plantear escenarios,
ante la existencia de un presidente que reacciona ante sus estados de ánimo, y otro presidente que no parece tener otra
reacción que cuando lo abofetean, pone la otra mejilla.
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